El ojo del tiburón

Crítica de Iván Steinhardt - El rincón del cinéfilo

El hombre (o los chicos) y la naturaleza. Su hábitat, sus costumbres, sus formas de hablar… cuesta encontrar una decena de minutos inicial que registre con tanta naturalidad. Alejo Hoijman usa, ante todo, los dos elementos principales del cine, la luz y la cámara (el montaje también, pero en segunda instancia), para seguir un rato en la vida de Maicol y Bryan.

El sonido no parece importar tanto, al menos el producido por los personajes al hablar, porque mucho de lo que dicen no se escucha merced a que no son actores, la proyección de voz, etc.

Así comienza “El ojo del tiburón”. No hay intenciones preciosistas en la puesta ni en los encuadres, más bien el gran desafío es registrar intentando no estar. No molestar. Así los vemos en estado tan orgánico como espontáneo. Jugando en el río, buscando música en una X-Box o yendo de pesca nocturna. Aparecen los juegos, los diálogos compinches, una chica que se llama Jimena, por la cual Maicol empieza a sentir cosquilleo… Pero también, muy subrepticiamente, vemos algunas señales de saber que esta etapa se está terminando. Pronto serán chicos con edad de ser responsables y capaces de valerse por sí mismos. Aún en chiste, el dialogo que mantienen los dos amigos sobre la maestra preguntando ¿qué quieren ser cuando sean grandes?, pinta un poco de ese futuro, a lo que Maicol responde: “Voy a ser traficante…”

Todo ocurre en esta impronta documental con intenciones de contar una realidad disfrazada de historia. Un recorte de esa realidad sin guión. Hasta ahí, el código se entiende. Es el espectador quien debe proponerse llenar los espacios en blanco y construir el resto de esa realidad mostrada por la cámara.

Pero a los 64 minutos se produce algo que rompe todo el código y lo tira por la borda. Se hace un bollo con el guión y se tira. Es una escena en la cual los chicos se sientan en un sillón a ver una parte de lo filmado. Una salida a pescar que antes vio el espectador, Maicol y Bryan se ríen de la situación vivida en un bote de pesca. Comentan, se critican. Y uno le dice al otro: “ese es tu futuro” frente a la imagen de quien conduce la lancha. Extrañamente, así el director acaba de romper su propia barrera anulando la naturalidad del género documental. Esa escena es como revelar el truco de magia y, por qué no, negar el recurso que hasta ese momento venía dando resultado.

Nada de lo que ocurre después parece natural porque esa imagen opera en ellos de la misma manera que lo hace en cualquier persona que se ve en pantalla. Condiciona. Ya no importará si los siguientes 25 minutos fueron filmados o no después. Todo queda viciado. En la playa el chico camina y se da vuelta mirando a cámara. Luego esta registra un primer plano de él, haciendo que busca algo en la costa. Mira de un lado al otro pero notamos que sólo hay un propósito: contar que está buscando algo. También hay sólo un resultado: el chico no es actor.

El documental dejó de serlo. Otra escena. Cámara fija en la proa del bote. Ahora hay cinco tripulantes intentando mantener la vista fuera de la lente sin lograrlo. Todo armado en función de una historia que nunca existió porque no pretendía serlo. Ahí sí entonces, cabe preguntar todo lo concerniente a construcción de personajes, armado de subtramas o al menos de una que tenga principio, etc, etc. “El ojo del tiburón” queda finalmente o como un documental desnaturalizado o una ficción flojamente armada. Desconcierta, pero no en el mejor sentido.