El lobo de Wall Street

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Te amo, te odio, dame más

Filme de excesos, pero no excesivo, sobre la codicia y la sociedad.

“El amor es como una estatua; le podés ir quitando trocitos, pero al final no quedará nada”.

Bien dicen que los grandes realizadores de cine abordan siempre los mismos temas, aunque cambien de historia a la hora de narrar sus películas. A Martin Scorsese lo obsesiona la sociedad estadounidense. Y El lobo de Wall Stree t es una disección (la suya) de una ciudadanía egoísta, codiciosa, pero más que nada avara. Y en la que el amor, como también la moral, no es una moneda que tenga dos caras.

Las palabras del primer párrafo las escupe la esposa de Jordan Belfort en los tribunales a su marido, cuando la suerte del lobo de Wall Stret ya está echada. Pero está en las memorias de Belfort, no en la película de Scorsese, que -como Coppola- prefiere lo más operístico a la hora de mostrar disoluciones sentimentales. Jordan, a su manera, era -es- un romántico. Scorsese lo advierte, pero no lo distingue. Scorsese está en otra cosa. Se engulle al protagonista. Primero lo saborea, lo digiere y lo devuelve como más le gusta. Como un arquetipo, o mejor un paradigma del joven triunfante que persigue el sueño americano -como Amsterdam Valon/DiCaprio en Pandillas de Nueva York-, que se transforma en emblema, en ejemplo. En gurú.

Jordan Belfort fue un operador de Bolsa que amasó una fortuna lasciva, de manera deshonesta en Wall Street, estafando a incautos. La película muestra a quien se creía “el futuro amo del universo”, para quien la mejor droga es el dinero y la segunda, la cocaína, en sus comienzos, su ascenso y su caída, con todo lo que arrastró en su camino.

Scorsese vuelve a sus excesos, aquéllos que casi dejó de lado para consagrarse y ser consagrado en Hollywood.

El lobo... es una de sus películas más personales. Retoma la gran famiglia , esa comunión, sea por lazos de sangre o no, esa barra de amigos que ya mostró en Calles peligrosas, en Buenos muchachos, en Casino. Pero tal vez este filme se parezca más a Los infiltrados, con gente buena haciendo cosas malas. Con personajes con un apego ambiguo a la solidaridad y a la lealtad entre los hombres -las mujeres para Marty, exceptuando a Katharine Hepburn/Cate Blanchett en El aviador, son otro asunto, en el que no suele profundizar-.

En definitiva, habla de individuos pasionales, no amebas, que hacen lo que hacen porque así lo sienten. Y como buen ítaloamericano y cristiano, flagela sobre la moral.

Porque si hay escenas fuertes y jugadas que incluyen carradas de sexo y consumo de drogas, todo junto, por separado y más, muestra a Jordan (un DiCaprio que cada vez se consustancia más con el cine de Scorsese) aspirar droga del trasero de una prostituta en primer plano. Es su forma de shockear. Sacudir más que conmocionar, o siquiera emocionar.

“Era obsceno en el mundo real. Pero ¿quién quiere vivir en él?”, se (y nos) pregunta Jordan. El tipo es un líder, que arenga a sus corredores de bolsa a que “sean feroces, implacables, irritantes”; con que quiere que “enfrenten sus problemas haciéndose ricos”. Para él, no hay nobleza en la pobreza.

Su problema es que no sabe dónde encontrarla.

Los grandes cineastas también se distinguen por cerrar sus relatos con una toma que resuma o deje en claro su punto de vista. La que eligió Scorsese -nada que ver con el final de la novela- eriza la piel por su persuasión. Ahí, sí, está la clave de por qué El lobo de Wall Street, la película, molesta más que un dedo en el traste.