El lobo de Wall Street

Crítica de José Luis Cavazza - La Capital

El Calígula de la Bolsa de los 80

Scorsese realizó un par de clásicos del cine norteamericano: "Taxi Driver", "Toro Salvaje", quizá "El rey de la comedia". Su nuevo filme, "El lobo de Wall Street", va camino a convertirse en otro clásico. Es increíble la intensidad y la vitalidad del relato de Scorsese para llevar a la pantalla el libro autobiográfico de Jordan Belfort, un inescrupuloso y ambicioso broker en la Bolsa de los años 80. Tan increíble como la actuación de DiCaprio, que en más de una ocasión pareciera que está a punto de salir de la pantalla y saltar a la platea. ¿Buena gente o mala gente? Belfort y sus desbordados amigos de la empresa que crearon para venderle "nada" a otra gente, son la parte más infecciosa de un sistema financiero perverso. El dinero llueve del cielo. Igual que las chicas y la droga. Mucho dinero, muchas chicas y muchísima droga. Nunca se vio tanta cocaína junta en una pantalla de cine. Scorsese mete la cámara en esta vida de excesos del mismo modo en que Belfort mete la nariz en el trasero de una de sus chicas para esnifar una línea del mágico polvo blanco. Un exceso en tono de comedia, con un relato arrollador e implacable hasta el absurdo, tal cual el mundo inconciente que pinta. Un relato tan adrenalínico como el de Martin Amis en su novela "Dinero". Después, en la última hora de las extensas tres que dura el filme, la comedia da lugar al thriller, con los sabuesos del FBI tras los talones de Belfort. Y aquí la peor cara de todas del protagonista: el soplón. Se le podía perdonar cualquier otra cosa que había hecho, pero esto no.

Varias críticas en Estados Unidos señalaron que Scorsese mostró sin juzgar todo ese paseo entre hipnótico y hedonista por Wall Street y la vida de ese Calígula moderno. En realidad, sin juzgar a nadie y sin perder el tono de comedia, Scorsese —un experto en derrumbar en sus filmes el sueño americano— golpeó duro y sin emitir opinión alguna sobre la cultura del dinero, su lado más orgiástico, nauseabundo y, sí claro, siempre tan tentador.