El lobo de Wall Street

Crítica de Javier Porta Fouz - La Nación

Un Scorsese eufórico y desatado

El lobo de Wall Street es una película biográfica basada en la vida de un agente de bolsa real de Nueva York llamado Jordan Belfort, que en los ochenta hizo una carrera vertiginosa hacia el éxito, interpretado aquí por Leonardo DiCaprio, un actor extraordinario. A estas alturas esto no es ninguna novedad. Tampoco lo son la capacidad cómica de Matthew McConaughey (en un papel demasiado breve) ni la maestría para musicalizar de Scorsese (ya lo había reconocido Pauline Kael en los setenta en ocasión de Mean Streets ).

El lobo de Wall Street toma como molde a Casino (1995), la última de las grandes películas de ficción del director hasta la llegada de este lobo. De Casino , El lobo de Wall Street toma la descripción de un mundo rutilante, en expansión, en estado de juego y fuego permanentes, sobre todo antes de la llegada de los "agentes normalizadores". También la historia de amor remite a Casino (que remitía a su vez a El desprecio de Godard). Y la voz del protagonista, la manera de narrar y moverse en travellings (habitual en Scorsese), la variedad de ángulos, la fascinación por el éxito y sus luces, los cortes ostensibles para cambiar, para asombrar, para sacudir. Pero, y esto es fundamental, las coordenadas de Casino eran trágicas: con El lobo de Wall Street estamos ante la primera verdadera comedia de Scorsese desde Después de hora (1982), aunque Vidas al límite (la de las ambulancias de 1999) quizá fuera una comedia retorcida.

También se toma de Casino la figura del "veterano" que intenta cuidar los excesos. Aquí el "cuidador" es el padre de Jordan, Max, interpretado nada menos que por Rob Reiner (director de Cuenta conmigo y Cuando Harry conoció a Sally ). Pero -y esto define a la película- Max es otro desaforado entre desaforados, y además un personaje muy gracioso. El lobo de Wall Street es una de las película más eufóricas, desatadas, veloces y seductoras de la carrera de Scorsese. Y es toda una sorpresa, sobre todo porque el director venía de la cinefilia plañidera de La invención de Hugo Cabret . Este es su opuesto cinematográfico (sólo quedan los travellings , pero aquí tienen menos adornos y son más musculares, más cargados de energía).

La energía es fundamental en El lobo de Wall Street . Las energías: de la ambición, del dinero, del sexo, de las drogas, de cuanto exceso aparezca y, sobre todo, que se pueda poner en escena con imaginación, sentido del humor y del movimiento. Esta es la película de Scorsese con más drogas en los cuerpos de los personajes y con más desnudos y, a la vez, es una de sus películas menos preocupadas por la culpa. No entraremos en ejemplos sobre este tema para no adelantar detalles argumentales, pero la línea narrativa de El lobo de Wall Street no presenta grandes curvas ni requiebros. Tal vez por eso haya sido acusada de reiterativa, y hasta la escritora Joyce Carol Oates hizo un chiste en Twitter al respecto. Pero no: el film avanza narrativamente de forma acelerada y en cada fiesta, destrucción y explosión la película agrega capas de sentido. Cada festival del exceso y la exageración (es decir, cada secuencia) es una nueva oportunidad de ver a Scorsese en acción -parece haber recuperado bríos del pasado a los 71 años- desplegando su cine, que en este caso es mucho y alquímico.

El lobo de Wall Street presenta su versión corrosiva sobre el sueño americano, y su mirada acerca de los Estados Unidos es mucho más aguda, filosa y descarnada que en la más obvia y solemne Pandillas de Nueva York . El lobo de Wall Street es un lobo feroz. Qué bueno que haya vuelto Scorsese.ß Javier Porta Fouz

No fue una extravagancia del jurado de Cannes decidir que por primera y única vez la Palma de Oro, distinción que se atribuye exclusivamente a un film (y sólo en contadas oportunidades a dos, ex aequo ), fuera concedida a La vida de Adèle y a sus dos actrices. Era simplemente reconocer la condición autoral que ellas asumen al "vivir" sus personajes, a los que cuesta concebir como representados. Tanta es la verdad y la humanidad que exudan la consagrada Léa Seydoux y la debutante Adèle Exarchopoulos (con cuyo nombre y nada caprichosamente ha querido rebautizar Abdellatif Kechiche al personaje que en el original se llamaba Clémentine).

Por la misma razón, resulta imposible abordar un comentario sobre esta obra maestra y no empezar hablando de ellas, de Emma y, claro, de Adèle, cuyo aprendizaje afectivo está en el centro de la bellísima y conmovedora historia de amor y crecimiento. Todo procede de los rostros y de los cuerpos en los que Kechiche sabe traducir y leer los sentimientos y los estados de espíritu de sus criaturas con sensibilidad única e infinita sutileza.

La cámara sigue muy de cerca atenta a todo y en planos cerrados el proceso de crecimiento de Adèle, la estudiante que en su despertar adolescente está en permanente búsqueda de sí misma, de sus deseos más profundos, de su definición sexual, de su lugar en el mundo y de un camino hacia la adultez. Y ese proceso se manifiesta en las miradas, en cada detalle y cada gesto, aun en los que hace casi inconscientemente, los que escapan a su control. La boca de la milagrosa Exarchopoulos lo dice todo, y en general sin recurrir a las palabras. En el placer sensual con que devora los spaghettis de la comida familiar se ve la misma fruición con la que aspira a devorar la vida, la que cuando llegue el momento la guiará en un encuentro amoroso que busca consumarse en la comunión con el ser amado. El ser al que está predestinada según le ha enseñado la literatura a través de La princesa de Clèves.

La literatura -también Marivaux asoma, como en Juegos de amor esquivo , con su inconclusa La vie de Marianne . Está en cada etapa de la vida de la chica, si bien su núcleo reside en la apasionada historia de amor que protagoniza con Emma, la estudiante de arte de cabello azul que despierta en ella un instantáneo deslumbramiento. La química de los cuerpos se definirá por sí misma en las muy comentadas escenas de sexo, donde son igualmente explícitos los sentimientos y las emociones. Emma, algo mayor que ella, más adulta y formada, perteneciente a otro círculo (una espléndida secuencia basta para exponer las diferencias sociales entre dos familias de valores opuestos, inclusive respecto de la homosexualidad), será a la vez maestra y amante, y Adèle, su musa y su discípula. Las diferencias se extienden a sus respectivos círculos, mientras Kechiche, con mano maestra, expone la evolución del vínculo que va de la gloria de la pasión amorosa a la desgarradora escena de la ruptura.

Hay muchos momentos, antes y después, que justifican el inusitado destino de la Palma de Oro, pero éste, que las dos viven con tamaña verdad y que tan hondamente compromete el ánimo del espectador hasta hacerlo sentir físicamente el súbito vacío que desconcierta a Adèle, sería suficiente para certificar su carácter de coautoras.

La exactitud con que Kechiche y los editores administran las casi tres horas de proyección -el film parece adoptar el ritmo de la vida y el espesor de las experiencias que en ella caben- es otro de los rasgos que definen esta obra excepcional.