El lobo de Wall Street

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

El precio de la codicia

A Martin Scorsese se lo viene cuestionando desde hace años por parte de la “vanguardia” cinéfila porque -aseguran sus detractores- sus películas son cada vez más grandes y más superficiales. Lo mismo han empezado a decir quienes ya vieron la excéntrica El lobo de Wall Street. Más allá de que no todos sus films son igual de logrados (una obviedad en un realizador con cuatro décadas de carrera), creo que cada uno regala múltiples aristas valiosas, así como una intensidad y una excelencia narrativa que distinguen a Marty por sobre el 99% de sus colegas.

Cuando se aprecian las adrenalínicas, descomunales, embriagadoras, fascinantes tres horas de El lobo de Wall Street uno no deja de preguntarse cómo hace, a sus 71 años, el director de Taxi Driver y Toro salvaje para sostener la energía desbordante y desbocada de esta tragicomedia tan ambiciosa como provocadora.

A partir de un guión de Terence Winter (Los Soprano, Boardwalk Empire: El imperio del contrabando) basado a su vez en el libro autobiográfico de Jordan Belfort, Scorsese recupera el brío y muchos de los temas trabajados en Buenos muchachos y Casino (la impunidad, la codicia, el cinismo, la lucha despiadada por el poder, la lealtad y la traición, el poder seductor del dinero) para describir el ascenso, apogeo y caída de un joven zar de la bolsa entre fines de los años ’80 y principios de los ’90.

En su quinta colaboración con Marty, Leonardo DiCaprio reedita aquí la megalomanía de su Jay Gatsby en El gran Gatsby, aunque su Belfort por momentos parezca una cruza entre el Gordon Gekko de Michael Douglas en Wall Street y el Tony Montana de Al Pacino en Scarface.

El rey de las finanzas

Con apenas 22 años, el protagonista llega en 1987 a Wall Street para cumplir su sueño de hacer fortuna. En una de las primeras e hilarantes escenas en un restaurante, su mentor (Matthew McConaughey) le dispara los tips para convertirse en un as de las finanzas. Y vaya que Belfort lo cumplió: a los 26 ya era un multimillonario que llevó hasta las últimas consecuencias el lema de sexo (orgías), drogas (desde pastillas hasta cocaína) y rocanrol (la selección musical de Robbie Robertson es brillante). Claro que una década más tarde estaba purgando 22 meses de cárcel por cada uno de sus fraudes y excesos cometidos por su emporio Stratton Oakmont.

La película de Scorsese es arrolladora, excesiva en todos los sentidos posibles (el director debió cortar no sólo una hora de narración sino también muchísimas imágenes con sexo y droga para evitar la condenatoria calificación NC-17 en los Estados Unidos), y -más allá de ciertos caprichos, de su misoginia, de su exhibicionismo o del recurso algo rancio del protagonista hablando a cámara- resulta un festival para los sentidos (la fotografía “ochentista” está a cargo del mexicano Rodrigo Prieto).

Si bien el film es un tour-de-force de DiCaprio (con sus discursos motivacionales, sus problemas con las mujeres y ese descontrol permanente que hace mella en el cuerpo), Scorsese tiene durante las tres horas (que no pesan para nada) tiempo suficiente para desarrollar los múltiples personajes secundarios: desde el ladero de Belfort Donnie Azoff (excelente Jonah Hill), hasta su segunda esposa Naomi (la bomba sexual australiana Margot Robbie con destino inevitable de estrella), pasando por el agente del FBI Patrick Denham (impecable composición minimalista de Kyle Chandler), que investiga y va minando el poder del arrogante y egocéntrico antihéroe.

¿Perfecta? Para nada. Pero incluso en su desmesura y en sus inevitables desniveles El lobo de Wall Street regala un viaje furioso, un trip físico y mental hacia el corazón de la ambición; es decir, el núcleo básico del sueño americano.