El lobo de Wall Street

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

El hombre de la Bolsa

El lobo de Wall Street marca el regreso de los buenos muchachos de Scorsese. Una nueva historia de ascenso, caída y redención parcial, contada por uno de sus integrantes, solo que en el ámbito de la especulación bursátil en vez del de la mafia. Por lo demás, se incrementa el consumo de drogas, el sexo como performance y la ética del self-made man. ¿Qué es lo que más temen estos muchachos de la película, aquello de lo que huyen como de la peste? La calle, el lugar por donde circulan los hombres y mujeres mediocres, que tienen trabajos rutinarios, no siempre bien remunerados, familias comunes y peinados que delatan que están inmersos en los usos y costumbres de su época (como la mujer de Belfort, el protagonista; peluquera de profesión, por otro lado, a la que cuando puede cambia por una rubia despampanante). Jordan Belfort quiere ascender: empieza de abajo, como un pinche cualquiera, pero tiene la suerte de encajar bajo el ala protectora de un tipo curtido de Wall Street (Matthew McConaughey, en una lograda imitación de Christopher Walken con toneladas de botox: su aparición en la película es tan ridícula y tirada de los pelos como innecesaria); por lo que empieza a desarrollar lo que se podría llamar un don: el don de jugar con las expectativas de los otros. Por motivos que lo exceden, Belfort se queda sin trabajo justo cuando empezaba a entender de qué iba la cosa. Pero no se amilana: sabe que “tiene algo”. Comienza de nuevo, a escalar y a probarse frente a los demás. No tiene nada salvo su ambición, y una habilidad, algo intangible pero que puede hacer que las cosas se materialicen. Se dedica de inmediato a reclutar gente de donde sea: cretinos desesperados, animales que giran en la rueda día tras día, casos perdidos. Belfort les da un sentido a sus vidas, los adoctrina, les dice que pueden llegar donde se lo propongan, que no hay reglas, que nada los puede detener.

Esta pandilla salvaje de corredores de bolsa toma drogas en cantidades industriales (se advertirá que el título poco refinado de esta nota contiene dos y hasta tres significados), es brutal, despiadada, no tiene frenos ni remordimientos. Scorsese describe sus correrías con dedicación y marcado deleite. Sus personajes no tienen el menor matiz ni relieve. Son hombres que se hacen fuertes por pura voluntad. Los demás son débiles, son los que no se atreven a dar un paso adelante y cambiar de vida. Belfort lo dice con todas las letras en una de sus arengas dirigida a sus empleados y socios. La chica que acepta que la rapen a cero delante de todos a cambio de diez mil dólares representa la manera en la que el director le pasa la posta al espectador para que vea al prójimo como lo ven sus buenos muchachos. Belfort anuncia lo que va a ocurrir y hay una algarabía general. Pero cuando efectivamente la máquina de afeitar le empieza a pasar por la cabeza ya nadie la mira, excepto el espectador, que puede captar el momento en que la expresión de la mujer se descompone progresivamente en medio del griterío. No hay necesidad de que ninguno de los personajes que conforman la escena mire nada, ahí, ya que el espectador lo hace por ellos y verifica que la humillación se lleve a cabo en toda regla. La escena resulta de una liviandad pasmosa, y queda igualada a otra que le sigue inmediatamente, en la que Jonah Hill se traga un pescadito de colores para desacreditar a un ordenanza que se preocupa por una pecera mientras los demás están en plena joda. Scorsese no se interesa por las consecuencias morales de momentos como esos, sino por el efecto más bien grotesco que de ellos se deriva, que viene a agregar a los trucos adocenados del director –sus imágenes detenidas, sus tomas subjetivas imposibles, su narración no lineal, su musicalización al tuntún– una gimnasia de estudiantina con aires de transgresión para seguidores de ¿Qué pasó ayer? tan obstinados como para soportar una versión de tres horas de duración.

En La edad de la inocencia, el director aparecía fugazmente en el papel de un fotógrafo que retrataba a las familias adineradas. En Pandillas de Nueva York, cuando una turba entraba rompiendo todo en una mansión, el propio Scorsese hacía de dueño de casa espantado ante la aparición del populacho. La relación errática del director respecto del poder es su marca de agua, parte del oportunismo ideológico que suele atravesar su cine y que los incautos confunden alegremente con ambigüedad y lucidez. El lobo de Wall Street es la película de alguien fascinado por el poder del dinero para elevar a los hombres por encima de sus semejantes, para convertirlos en superhombres. Cuando uno de los personajes grita “Jodete, Estados Unidos”, lo que postula es el orgullo de no estar sujeto ninguna ley –el grupo de brokers está siendo investigado por el FBI– , cuyo supuesto republicano esencial es igualador y constituye un freno a los desmanes de los poderosos que se ejerce sobre los menos favorecidos. En esta comedia abrumadora, Belfort y los suyos no necesitan justicia sino que los dejen seguir siendo demonios, es decir, autores antojadizos de sus propias normas.

Scorsese es considerado un director de las calles pero El lobo de Wall Street parece constituir una inversión del espíritu de sus películas más celebradas. En una escena en la que el protagonista y su principal protegido (Jonah Hill) están fumando crack, Scorsese encuadra a los actores a la izquierda del plano mientras se ve a la derecha una escalera que baja hacia la calle (con una bombita roja solitaria que cuelga del techo), que replica en sentido contrario por lo menos dos escenas de Taxi Driver: una, cuando su protagonista, Travis Brickle, entra a un edificio a rescatar a la pequeña prostituta encarnada por Jodie Foster; otra, cuando habla por teléfono con el personaje de Sybil Shepherd y mira repetidas veces hacia la salida que da a la vereda. Travis Brickle pertenece a la calle, y se siente ahogado e indefenso puertas adentro. No busca el poder sino que lo desprecia; es un resentido que no posee nada pero no quiere nada tampoco. Su repugnancia moral ante lo que lo rodea es cósmica. Su impotencia para relacionarse con el prójimo se traduce en violencia y desesperanza. Sus heridas son de tipo afectivo y sentimental: es un inadaptado sin escapatoria a la vista. Taxi Driver es una película sobre las calles; Mean Streets también. Pero en El lobo de Wall Street no hay escenas en la calle, como no sea para mostrar lo apretujada que viaja la pobre gente que toma el colectivo: los brokers son criaturas indoors, están siempre en mansiones, en yates, en aviones, en torres de oficinas, en cualquier lado que no sea donde circulan las personas comunes, los que no se atrevieron a soñar, es decir, el blanco preferido del desprecio de Belfort y su pandilla.

El director observa con evidente delectación el catálogo de tropelías de sus personajes. Sin embargo, hay algo sórdido que inhibe definitivamente el pretendido tono liberador de sus imágenes: la falta de una alegría genuina, de una auténtica instancia en la que la brutalidad y la falta de escrúpulos se vuelva de verdad una vía de escape viable. Por momentos parece como si el director jugara al demiurgo que mira reír a sus criaturas con una cuota importante de reserva, dispuesto a sancionarlos en cualquier momento, tal vez lleno de aprehensión o incluso de ira. En El lobo de Wall Street no hay una pizca de felicidad verdadera, de libertad o de misterio. La práctica del sexo, el consumo de drogas o el desparramo de billetes verdes son acciones que lucen siempre mecánicas, que no parecen contar del todo con la voluntad de los participantes: son una compulsión, una serie interminable de movimientos espasmódicos que por momentos parecen de desesperación. En El lobo de Wall Street coger equivale a someter, como se ejemplifica en la escena en la que Belfort consigue doblegar la voluntad de un cliente reticente. La cocaína, por otro lado, se consume en función de su capacidad para incrementar la productividad. De este modo los personajes están atrapados entre dos fuegos. No quieren tener la vida de los otros, que viajan en el transporte público o en autos insignificantes y se atienen a lo que prescriben las leyes, pero la vez están entrampados, acaso sin saberlo, en el maremoto de su propia voracidad, que los deja siempre insatisfechos, disconformes y a menudo al borde de la muerte a causa de sus excesos. Con esta mirada doble de moralista encandilado, que oscila en forma constante entre la admiración y la envidia, Scorsese hace una película de consenso. Un espectáculo rutinario donde se erige al poder del dinero como motivo de veneración y al matonismo como fuente de gozo pero que no termina nunca de asumir el escándalo último de sus elecciones. En muchos pasajes la película parece una comedia, y probablemente lo sea. En cualquier caso, yo no me reí.