El limonero real

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Saer, el río y la poesía

Filmar una novela es de por sí un desafío para cualquier director, pero basarse en una de Juan José Saer y, más aún, en una de sus más complejas y radicales como El limonero real (1974) adquiere la categoría de hazaña. El guionista y realizador Gustavo Fontán sale más que airoso porque tiene talento y sensibilidad, y es inteligente como para no intentar imitar o traducir al genial escritor, sino simplemente respetar su espíritu, su esencia, para luego embarcarse (como lo hace el protagonista en su bote por el río Paraná) en un camino propio.

Tras La orilla que se abisma y El rostro -películas que hoy parecen escalas previas para llegar a El limonero real-, Fontán se trasladó hasta una zona de islas en Santa Fe para rodar allí una historia de pérdidas, ausencias y duelos. El protagonista es Wenceslao (Germán de Silva, uno de los pocos intérpretes profesionales del elenco junto con Patricia Sánchez y Eva Bianco), un hombre que carga con la culpa de la muerte de su hijo adolescente. De todas maneras, él está conectado con sus familiares y con el mundo que lo rodea, pero no logra que su esposa salga de un duelo que lleva seis años y que la mantiene encerrada en el dolor y el resentimiento.

Desde un amanecer hasta un atardecer, la cámara de Diego Poleri (exquisito director de fotografía) captura las experiencias cotidianas de Wenceslao: la recolección de los limones a los que alude el título, sus viajes en barco, sus caminatas por las orillas y el bosque, el contacto con sus parientes, su observación de la dinámica infantil y juvenil, el sacrificio de un animal, la preparación de la comida para una celebración de fin de año, un baile improvisado...

El paso del tiempo, la luz del sol que se percibe entre el follaje, la corriente del río con sus camalotes flotando, el calor que se intensifica en el transcurso del día, los instantes que el personaje se toma para fumar, tomar un mate o prender un fuego van conformando un universo que remite no sólo al original de Saer, sino también al lirismo de directores como el maestro iraní Abbas Kiarostami.

Con planos fijos, travellings o virtuosos planos secuencia, trabajando con el fuera de campo o con múltiples capas de sonido, Fontán logra seducir y fascinar. Es un cine con mínimos conflictos (al menos de una forma explícita y evidente) que apuesta a construir con paciencia atmósferas, a transmitir las sensaciones, los estados de ánimo de sus personajes en contacto con lo agreste, con la naturaleza salvaje. Cine y poesía unidos con el sello de un director con vuelo propio.