El libro de la selva

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Un cuento moderno y atemporal

El cine “de Hollywood” (del nuevo Hollywood global, podríamos pensar) vive tiempos de revisionismo, tal como he resaltado desde estas páginas en ocasión de otras reversiones. Pero no se trata de nuevas reinterpretaciones de cuentos clásicos (folclóricos o de autor) sino de una vuelta sobre las propias miradas que se convirtieron en versiones canónicas, los rostros (animados o de actores) de los personajes que animaron la imaginación (cuando comentamos “Victor Frankenstein”, descubrimos que incluso Mary Shelley se nos aparece con la cara de Elsa Lanchester).
Es que con más de un siglo de andadura en las costillas, el cine es un arte maduro que empieza a trabajar sobre sus propios clásicos, reinterpretando sus contenidos tanto desde nuevas interpelaciones de época como desde los recursos técnicos siempre en evolución (una particularidad que distingue al séptimo arte de los otros).
Y la “fábrica de sueños”, la empresa Disney, no podía quedarse atrás: viendo que otros se metían con sus hijos dilectos (“Blancanieves y el Cazador”, o las reinvenciones de Peter Pan), se abocó a la tarea con “Maléfica” y la Alicia de Lewis Carroll, entre otros casos, e incluso con franquicias ajenas (“Oz, el poderoso”).
Desde el clásico
“El libro de la selva”, en 1967, fue un punto de inflexión. En cierta medida, con sus canciones de los hermanos Sherman, su diseño de personajes y la personalidad concedida a los mismos, fue un puente entre la era clásica de Disney y la moderna: entre “Bambi” y “El Rey León”. Y fue un desafío, al basarse en los textos de Rudyard Kipling sobre los vírgenes territorios de la India. Kipling, con sus contradicciones: británico nacido en la colonia, celebratorio de la supremacía imperial pero con la India dentro suyo, y parte de una cultura de fascinación de la “blanca Albión” por los relatos de viaje.
Volviendo a aquella cinta animada, dirigida por Wolfgang Reitherman (la primera de la compañía tras la muerte del viejo Walt), se encargó de hacer amigables para los niños aquellos relatos llenos de muerte y ferocidad, de “la ley de la selva” propiamente dicha. Por eso, el nuevo desafío para Jon Favreau al frente de la versión 2015 sin duda pasó por unir los tiempos y los diferentes discursos: apelar a un realismo fantástico (ya presente en la antropomorfización que hace Kipling, sin olvidar al mismo tiempo que son animales y se rigen como tales), y al mismo tiempo hacerle justicia a la cinta canónica.
Bajo la piel
Y el resultado es impactante, ya desde el hecho visual. Porque desde los primeros minutos se genera una ruptura: los animales son animales tal como los veríamos en un filme “realista”, pero al mismo tiempo tienen voz, sentimientos y motivaciones humanas, lo que obliga al espectador a “recalcular” para empatizar con ellos. La nobleza envuelta en el porte estilizado y temible de la pantera (masculina) Bagheera; el amor maternal guardado bajo el pelaje de la loba Raksha; el resentimiento y la crueldad del temible tigre de bengala Shere Khan; la bondad intrínseca del atorrante y voluminoso oso Baloo; el accionar taimado del rey Louie de los monos, con unos ojos tan humanos como sólo un primate puede tener; y la seducción hipnótica y mortal de la serpienta Kaa (aquí más anaconda que pitón, dicen los que saben), que crece como personaje femenino; la figura de la ley encarnada en Akela, líder de los lobos, la otra figura paterna para el protagonista junto con la pantera; entre otros.
Todos ellos como contrafiguras del pequeño Mowgli encarnado por Neel Sethi, un niñajo de ascendencia india que derrama simpatía y se roba la película, actuando con naturalidad en un rodaje en el que interactuó con personajes que no estaban en el set sino que fueron agregados posteriormente, y que al mismo tiempo le ha exigido mucho despliegue físico. Su pequeña figurita casi desnuda será la referencia humana entre tanta ferocidad y desmesura.
Actualidad y homenajes
Porque en esta mirada más “adulta” de la historia no se ha ahorrado violencia (como lo descubrirá Akela, para su desgracia): Shere Khan pelea como un tigre con las peores motivaciones de los hombres, y sus duelos (especialmente con Bagheera) son una explosión de salvajismo. La selva, por su parte, se representa como un espacio mítico, infinito y eterno (como la selva de Pandora en “Avatar”, dijo alguno; la compañía Weta de Peter Jackson también fue parte del despliegue visual), retomando esa percepción decimonónica de lo inexplorado, del mundo imaginado a partir de los relatos de viajeros.
En otro extremo, se recuperan las canciones clásicas como “I wanna be like you”, la de Baloo, en el metraje, doblada en la versión que se ve aquí; de todos modos, la podemos escuchar en versión original por Bill Murray, junto con “The bare neccesities”, también del oso, o “Trust in me”, el tema de Kaa, interpretado por Scarlett Johansson. Es una lástima no disponer de una versión subtitulada con las voces originales, pero con el sistema de captura facial algo de Murray, Johansson, Idris Elba (Shere Khan), Ben Kingsley (Bagheera), Lupita Nyong’o (Raksha), Christopher Walken (King Louie) y Giancarlo Esposito (Akela) permanece en los personajes.
Favreau puede darse por satisfecho: logró una película con acción, emoción y enseñanzas, con una visión moderna y respetuosa de la tradición: un cuento sin tiempo para los tiempos que corren.