El legado de Bourne

Crítica de Diego Curubeto - Ámbito Financiero

¿Y dónde está Bourne?

En esta nueva secuela, Bourne aparece poco y nada. Jason Bourne era un espía asesino de oscuras agencias gubernamentales que sufria amnesia y sólo deseaba recuperar su identidad y que lo dejen en paz. Ahora en cambio aparece Jeremy Renner, superasesino sometido a mutaciones y adicciones, que mata gente a diestra y siniestra para evitar el síndrome de abstinencia de las drogas experimentales que lo convirtieron en una máquina homicida. Su problema es que aún le quedan pastillas verdes, pero le faltan las azules, aunque igual siempre termina encontrando jeringas por todos lados. Sobre todo una vez que se une a Rachel Weisz, la científica que diseñó el tratamiento pero que ahora es perseguida a muerte por sus propios jefes.

Esta no es una adaptación de otra novela de Robert Ludlum, sino un desvergonzado subproducto pensado para mantener viva la franquicia. El director Tony Gilroy, guionista de la trilogía Bourne, por un rato le hace creer al espectador que esto tiene alguna relación coherente con la saga previa. Se supone que luego del anterior «Bourne ultimatum», los jefes de la CIA están asustados pensando que la opinión pública podría descubrir sus oscuras actividades, al punto de querer borrar toda evidencia de los superespías mutantes adictos a drogas multicolores fabricadas en laboratorios clandestinos filipinos.

Da lo mismo, ya que pronto el argumento se demuestra insostenible, pero antes de llegar a ese punto, Gilroy se luce con un par de secuencias intensas hasta lo siniestro tanto en suspenso como en violencia, empezando por una masacre de científicos a cargo de un colega desquiciado (momento temible, pese a que casi no muestra sangre). Luego, el asunto se dispara hacia el auténtico disparate, lo que en un punto es bastante más honesto y divertido. Una vez que la pareja estelar aterriza en Filipinas, al menos todo se concentra en la acción más descerebrada y entretenida posible, muy bien filmada, y condimentada con diálogos y situaciones hilarantes, ya sea voluntariamente o no.

Por ejemplo, luego de haberse enfrentado con asesinos de la CIA, guardias de seguridad y toda la policía metropolitana de Manila, la heroína no duda en advertirle a su héroe que el asesino taiwanés que los viene siguiendo por media ciudad en auto y moto «¡tiene una pistola!». Lo que no da tanta gracia es ver desaprovechar a tantos buenos actores empezando por Edward Norton, más Stacy Keach, Scott Glenn y Albert Finney (tienen buenas escenas, pero el guión no resuelve ninguno de sus personajes, todos tipos malísimos, por supuesto). En cambio, hay dos villanos que se roban el film: Zeljko Ivanek como el médico asesino a cargo de la masacre en el laboratorio secreto, y el actor nipo-taiwanés Louis Ozawa Changchien, sicario ultramutante incansable y cruel (le encanta matar transeúntes inocentes), pero no mucho más eficaz que el Coyote persiguiendo al Correcaminos de los dibujos animados, toque cómico que nos hace preguntar «¿Y dónde está Bourne?».