El lado luminoso de la vida

Crítica de Diego Lerer - Otros Cines

Twist y gritos

Todas las películas de David O. Russell podrían llamarse como su segunda, Flirting with Disaster, ya que su forma de encarar sus historias siempre lo ponen al borde del desastre, del ridículo, de la cacofonía, de lo insoportable. Pero en casi todas ellas logra mantenerse siempre del lado “luminoso” de la apuesta, llevando a su grupo de actores (son películas con “actores” que “actúan”, todas ellas) a destino, aún a costa de unos cuántos golpes en el camino.
En El lado luminoso de la vida, como en su anterior El ganador, Russell arranca en cuarta velocidad, sin tiempo para introducciones o para llevar de a poco a los espectadores a ir conociendo a los personajes. Su técnica es meterte de lleno en medio de un grupo de personas que hablan mucho, gritan, se enojan y están en el límite de la sanidad mental. Toma un tiempo aclimatarse y no sentir ganas de irse lejos de este “maravilloso grupo humano”. Pero Russell lo logra casi invirtiendo las velocidades, frenando de a poco el ritmo hasta que ya no nos damos cuenta del caos en el que estamos. Y cuando ese caos vuelve, sobre el final, ya casi lo extrañamos.

Es más que apropiado el tono y el ritmo para una película sobre un hombre bipolar, su padre obsesivo compulsivo y una chica bastante neurótica, viuda y adicta al sexo que se cruzan en Philadelphia por circunstancias un poco complicadas de resumir. Pat (Bradley Cooper) sale de un neuropsiquiátrico en el que estuvo internado varios meses tras moler a golpes a un hombre al que encontró teniendo sexo con su mujer. Hiperactivo, Pat no quiere tomar su medicación (dice estar bien aunque es obvio que no lo está) por lo que pasa casi todo el tiempo en su estado más maníaco y explosivo. Al salir de la clínica, no le queda otra que volver a vivir con sus padres mientras sueña, obsesivamente, con volver a estar con su mujer.

Robert De Niro (en su mejor papel en años) encarna a su padre, un hombre que vive de apuestas en fútbol americano, un fanático enfermizo de los Philadelphia Eagles que tiene que ver siempre los partidos en la misma posición y con los controles remotos ubicados de la misma manera. Eso no es nada: está convencido de que su hijo le trae suerte al equipo por lo que casi le exige quedarse con él a ver los partidos.
Paralelamente, su amigo Ronnie (John Ortiz) y su esposa Verónica (Julia Stiles) le arman a Pat una cita con Tiffany (Jennifer Lawrence), la hermana de Verónica. Pero a Pat lo único que le importa es usar la amistad de las hermanas con su ex esposa para recuperarla. Y así, entre peleas, discusiones, gritos y agresiones, se va desarrollando la bastante salvaje relación entre los protagonistas, quienes parecen ser los únicos que no notan la química que tienen.

Sin adelantar cuestiones específicas de la trama, podemos decir que, obviamente, el eje Cooper/De Niro chocará con el eje Cooper/Lawrence, produciendo más cortocircuitos generalizados, y más ocasiones para peleas, gritos, discusiones y otras situaciones al borde del absurdo. La última parte del film, digamos, entrará en un esquema algo más reconocible y clásico de comedia romántica, siempre dentro de este formato sucio, “Cassavetes light”, que tiene la película.

El lado luminoso de la vida es una historia sobre segundas oportunidades, sobre encuentros inesperados y sobre reconocer las fragilidades y potencialidades propias y de los otros. Esa lucha de todos los personajes por entender su propia locura y la locura de los demás resulta noble, honesta y va de lo gracioso a lo realmente emotivo. No hay nada novedoso en la estructura, pero sí en la forma en la que Russell la encara, desde los márgenes, sin sentimentalismo alguno y mucho menos condescendencia hacia los personajes. En eso hay una extraña combinación de realismo a la europea (como cierto cine francés “de relaciones”) con la comedia americana más estructurada. Si quieren buscar un cineasta que trabaja en un estilo relativamente similar -desaforado, hiperactivo, pasado de rosca- vean películas del francés Arnaud Desplechin como Reyes y reina.

Un elemento fundamental, decía, son los actores. Y si bien Cooper y De Niro están muy bien como padre e hijo, ambos con diferentes tipos de fragilidad, la que se roba los aplausos es Jennifer Lawrence, una actriz de una naturalidad tal que, en pocos años y poquísimas películas, parece dispuesta a llevarse el mundo por delante, haciendo todo bien y desarmando lo que se le ponga enfrente a pura energía y vitalidad.
Si bien el cine de Russell puede “clasificarse” en la misma góndola de autores que vienen del indie como Wes Anderson o Alexander Payne -por citar a dos cineastas que también hacen películas de relaciones, de conflictos familiares-, sus formas son muy particulares para ser englobadas en categorías de ese tipo. Las suyas son comedias humanas que parecen entender que la fragilidad y el peligro vienen unidos, que lo que separa a las personas de la locura o la depresión es la capacidad, por mínima que sea, de conectar con la locura y/o la depresión de los otros. Que el mundo no es más que un montón de obsesivos balanceados entre sí, haciendo contrapeso durante la mayor cantidad de tiempo que les es posible.