El laberinto

Crítica de Diego Martínez Pisacco - CineFreaks

Cuando el dolor no conmueve...

En determinadas ocasiones la suma de nombres de peso, por mayor prestigio o capacidad que estos revistan, no configuran una obra a la altura de las expectativas en ellos depositadas. Algo de esto seguramente ha ocurrido con El Laberinto, el más reciente filme de John Cameron Mitchell (Hedwig and the Angry Inch, Shortbus) que se basa en una obra de teatro ganadora del Premio Pulitzer en 2007 y que ha sido adaptada al cine por David Lindsay-Abaire, el mismo dramaturgo que la escribió. Este autor parece ser uno de esos talentos que absorbe Hollywood para intentar moldearlo a su gusto y conveniencia tal como ha sucedido en el pasado (¿es necesario recordar nombres como William Faulkner, F. Scott Fitzgerald, Dashiell Hammett o John Steinbeck?) y seguirá sucediendo en lo eventual. Lindsay-Abaire, que ha colaborado con los guiones de Robots (¡bien!) y Corazón de tinta (¡mal!) además de escribir los textos para Shrek the Musical, si se descuida podría convertirse en un émulo del Barton Fink de los hermanos Coen.

Mientras su trabajo para la industria con producciones clase A continúa viento en popa (Sam Raimi le encargó el guión de Oz: The Great and Powerful, su próxima película), Lindsay-Abaire fue contratado para llevar Rabbit Hole a la pantalla grande. La misma pieza con la que obtuviera el Pulitzer y que ahora llega a la Argentina con el no muy feliz título de El Laberinto. Debe decirse que el proyecto fue impulsado por la actriz Nicole Kidman (pobre… ¡qué deforme quedó luego de las inyecciones de botox!) que además de interpretar a la protagonista es una de las productoras del filme. Evidentemente Kidman sabía lo que hacía, o al menos tenía la convicción indispensable para llevarlo a cabo, ya que su demasiada bien calibrada actuación fue merecedora este año de una nominación a los premios Oscar. Y es que El laberinto es la clásica historia hecha a medida para el lucimiento de sus actores. Aaron Eckhart, Dianne Wiest, Tammy Blanchard, Miles Teller y en un rol más secundario Sandra Oh descollan en sus respectivos papeles complementando con enjundia a la Kidman. Si hay que rescatarle un aspecto a este drama desolador sobre la pérdida de un hijo sería sin dudas el desempeño de este grupo de actores.

En verdad no hay nada intrínsicamente malo en la manera que se eligió de plantear un conflicto con demasiados antecedentes tanto en el cine como en el teatro y la televisión. De hecho guionista y director procuraron eludir los golpes bajos y el regodeo indiscriminado en el dolor de sus personajes principales: no hay aquí atajos melodramáticos para llevarnos con efectismo a un final redentor o catártico en extremo. Claro que tampoco encontraron la veta apropiada para reincidir sobre un tópico ya agotado y sonar a la vez frescos e interesantes. Dentro de un tono serio y solemne, aunque no totalmente carente de humor (a veces negro), el término que mejor le cabe a la narración es el de “correcta”. Y se me antoja que no es algo positivo. Desgarradora, melancólica, emotiva o apasionada serían palabras más adecuadas para este material. La tibieza impide que nos involucremos más con lo que le sucede al matrimonio y al muchacho responsable involuntario de la tragedia. Si esa era la idea no es de mi gusto pero la respeto. Caso contrario…

No puede hablarse de una “trama” propiamente dicha. Hay aquí un detonante fuera de campo (el accidente), una elipsis de ocho meses y un punto de arranque donde el episodio de la muerte del niño (que es atropellado tras perseguir a su perro a la calle) ya generó enormes desacuerdos entre Howie (Eckhart) y Becca (Kidman) que no saben cómo superar el dolor y seguir adelante. El hombre supone que asistir a terapia con un grupo de ayuda compuesto por parejas que han perdido a sus hijos quizás sea una forma de lograrlo. Ella, por el contrario, prefiere canalizar su angustia buscando a Jason (Miles Teller) -el adolescente que conducía el coche propiciador del accidente fatal- e intentar conectarse emocionalmente con él. Una curiosa historieta creada por Jason, la Rabitt Hole del título en inglés, dispara un concepto sobre mundos paralelos que tal vez alcance a esbozar un principio de consuelo para Becca.

El Laberinto es una obra a flor de piel por su delicada temática que nunca pierde el buen gusto en el trato de situaciones que podrían volcarse fácilmente hacia el exceso lacrimógeno. Empero, ese freno emocional promueve una sobriedad general que distancia al espectador lo suficiente como para localizar y dejar a un costado toda emoción profunda. Es una cuestión de sensibilidad: si la ve un padre probablemente la reacción sea muy diferente a la mía. Por eso, si bien en lo personal no me conformó, jamás me atrevería a desestimar de pleno su visionado…