El juego de la fortuna

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

El capitalismo en cuestión

Los filmes sobre deportes suelen funcionar como una verdadera síntesis -a veces sutil y crítica, otras obscenamente festivas-, de los sistemas económicos y políticos que los albergan, acaso porque es imposible evitar la identificación de uno con otro (ya que el mismo hecho deportivo funciona como la extensión y sublimación de una forma de vida determinada). Lo importante, en todo caso, es que este subgénero suele exponer, problematizar, y hasta pensar (aunque sea indirecta e inconscientemente) sus condiciones de producción: basta citar la famosa línea del personaje de Cuba Gooding Jr. en Jerry Maguire (aquel emblemático “show me the money”, que por cierto le valió un Oscar a su protagonista) para ejemplificar la idea. Una simple frase sintetizaba allí una forma de vivir y practicar el deporte, un ethos no sólo profesional sino también existencial, una forma de estar en el mundo que se aceptaba como natural e indiscutida (aunque la película resaltaba hipócritamente otros valores, como la fidelidad y la amistad).

Esta característica constituye además una de las maravillas del cine: su capacidad para contener y pensar al mundo, aún en contra de sus propios creadores. Algo que puede verse en El juego de la fortuna (Moneyball), del norteamericano Bennett Miller, filme elogiado unánimemente por la crítica y que tiene una clara agenda política, que sin embargo es en cierta medida inconsciente. Basada libremente en un hecho real, la película narra una verdadera épica ocurrida en el deporte norteamericano por excelencia, el béisbol. Y la protagoniza un equipo menor de Nueva York, los Oakland Athletics, que al inicio del filme perderá los playoff (partido de eliminación) con el equipo mayor de la ciudad, los New York Yankees, en octubre de 2001: “114 millones de dólares vs 39 millones de dólares” reseña un título antes de mostrar imágenes televisivas reales del evento, en una síntesis perfecta de lo que será el nudo central del conflicto (que por supuesto es más político que económico, ya que se trata de la injusta distribución de los recursos). Lo que veremos a continuación será cómo un hombre, ayudado por un cambio en la filosofía que domina al deporte, intentará patear el tablero y llevar a este equipo chico a ganar el campeonato. Este hombre es Billy Beanne (Brad Pitt, también productor del filme), mannager de los Oakland y ex jugador profesional, que comenzará a contradecir todos los paradigmas que hasta el momento rigieron el funcionamiento del deporte, a partir de una nueva filosofía que encontrará en Peter Brand (Jonah Hill, en otro gran trabajo), jovencísimo graduado en Economía obsesionado con una idea: analizar el juego y a sus protagonistas con un método estadístico, capaz de descubrir potencialidades donde nadie las ve. Así, para suplir el éxodo de las grandes estrellas del equipo que se llevan los clubes importantes, Beanne y Brand propondrán contratar jugadores poco estimados en el circuito (por tanto baratos) pero con un buen promedio de eficiencia, aún a costa de lo que indica el sentido común de los asesores del club. El resultado se desarrollará en toda la película, que curiosamente no se concentrará en los partidos en sí, sino que seguirá obsesivamente a estos dos protagonistas en su lucha por vencer los prejuicios propios y ajenos, y trasladar sus ideas al campo de juego.

Formalmente convencional pero al mismo tiempo elegante, con algunos planos secuencia y planos generales que salen de la estética televisiva y publicitaria pero que no logran conjurarla del todo, El juego de la fortuna es como se ha dicho una película rara, que tiene varias particularidades que la desmarcan de las obras típicas del género: dejar la mayoría de los partidos prácticamente en fuera de campo es una, así como también intentar evitar tanto la glorificación de sus protagonistas como los golpes bajos. Que lo consiga a medias es un signo de sus límites, que se verán más claramente en la crítica que ejecuta al sistema, ya que hay una voluntad consciente por explicitar la inhumanidad del negocio, o cómo las personas son canjeadas y tratadas como meras mercancías. Sin embargo, al mismo tiempo la película ostenta una fascinación típicamente norteamericana por el sistema: basta ver la última de las escenas en las que Beanne y Brand ejecutan una compra y venta de jugadores, en lo que pretende ser una jugada maestra, cargada de adrenalina, para comprobar los límites del cine de Miller, incapaz de imaginar otras formas de relación para sus propios jugadores. Acaso el vínculo entre Beanne y su hija, que determinará un gran cierre para la película (con una canción que condensa una opción existencial), funja como un bálsamo en semejante selva, un camino diferenciador para pensar otro mundo posible, pero ése mundo quedará restringido siempre a lo privado, a lo íntimo, mientras afuera el capitalismo salvaje sigue siendo rey indiscutido. El propio Pitt representa por ello un problema: su aura de estrella, el recorrido de su actuación (que comienza como una estampita cool y se va modificando sutilmente en su desarrollo, aunque sin poder despegarse del todo de su fama), es una contradicción para la película, que acaso sintetice sus problemas y virtudes (ya que aquí hay también un riesgo a destacar: Miller intenta mostrar y representar otra cosa con los modelos de aquello que pretende criticar).

Por Martín Iparraguirre