El juego de la fortuna

Crítica de Javier Porta Fouz - HiperCrítico

Esta semana se ha estrenado una de las muy buenas películas de este año (ya que estamos en modo balance, digamos que es una de las mejores 20): El juego de la fortuna (Moneyball), de Bennett Miller. Una película de baseball. Confieso que entiendo poco (o nada) ese deporte pero me suelen gustar las películas sobre baseball (me pregunto si me gustarían tanto esas películas sobre baseball si entendiera sus reglas): tengo una marcada debilidad por las películas deportivas en general. Ahora bien, el centro de Moneyball no es el baseball sino algunas reflexiones y negociaciones sobre/en/desde/para él: es en realidad una película sobre los administradores, observadores, creadores de estrategias. Una película a fin de cuentas sobre estadísticas y el estudio, que nos hace creer en la pasión deportiva aparentemente enfriando el deporte, analizando con números a jugadores de segunda, tercera o cuarta línea. Una película extraña, que junta a dos guionistas-estrella como Steve Zaillan (La lista de Schindler, por ejemplo) y Aaron Sorkin (Red social, por ejemplo) con un director con un antecedente tan poco atractivo y tan gomoso como Capote. De estructura atípica, Moneyball no construye la emoción in crescendo sino en dosis concentradas, sobrias, ubicadas sobre todo en momentos familiares (de hecho, el momento que puede resultar más conmovedor, el del jugador “rescatado” de su ostracismo, está antes de la mitad del relato). De todos modos, la mayor parte del encanto y la seducción de Moneyball pasa por rítmicas conversaciones telefónicas y estrategias dialogadas en oficinas y vestuarios por Brad Pitt y Jonah Hill. En sus perfectas actuaciones de gestualidad contenida reverbera un gran elemento de esta película: el orgullo deportivo de los que no salen a la cancha.