El juego de la fortuna

Crítica de Hugo Fernando Sánchez - Tiempo Argentino

El deporte no es ningún juego

El mundillo del béisbol y una historia real protagonizada por Brad Pitt, en el rol del mánager de un equipo chico que compite con los grandes, es el eje de esta producción dirigida por Benett Miller, el mismo de Capote.

Una de las características que hacen apasionante al fútbol es que se puede poner en la cancha el mejor equipo del mundo y aun así puede perder con cualquier escuadra de mitad de tabla para abajo. Ahora bien, según dicen los que saben, esta característica no se aplica en el béisbol, donde los mejores conjuntos, los que logran contratar a las estrellas, tienen el campeonato asegurado.
Desde ese lugar comienza y se desarrolla El juego de la fortuna, una rara avis dentro del universo superpoblado de películas que abordan el deporte: sin héroes, sin redenciones, sin momentos culminantes donde la gloria o el escarnio se deciden en una jugada, y en este caso, sin un mísero hon ron.
El film de Benett Miller (Capote) se construye a partir de la figura de Billy Beane (Brad Pitt), el mánager, si se quiere una figura periférica de las películas del género, que decide la compra y venta de jugadores a partir de los recursos con los que cuenta.
Así, la película comienza con imágenes de un partido donde se sobreimprimen dos cifras, 114 millones vs 39 millones, es decir, sobre el diamante (la cancha) se impone el poderoso presupuesto de los New York Yankees frente a la tercera parte de dinero que puso Oakland Athletics en contrataciones.
Frente al comienzo de una nueva temporada y con las estrellas del equipo compradas por equipos millonarios, Beane se enfrenta a un futuro donde deberá resignarse a que los Athletics se conviertan apenas en el semillero de los grandes. Pero en el tránsito entre la depresión y aceptar la Realpolitik del béisbol, se encuentra con Peter Brand (Jonah Hill), que le acerca una fórmula, una algoritmo, según el cual no necesariamente se debe contar con cientos de millones para contratar a los mejores, hay otros factores por los cuales ciertos jugadores olvidados y hasta mediocres, bien utilizados pueden dar lo mejor de sí para el humilde Oakland.
Lo que sigue es una lección de capitalismo salvaje retratado con precisión por el film, donde se advierte la capacidad del brillante Aaron Sorkin en el guión, que logra llevar un tema poco transitado en el género –con un dispositivo similar a lo que ya había utilizado en la serie The West Wing con respecto a la política–, donde la moneda de cambio entre los clubes son los músculos, las lesiones y la vida útil de los protagonistas del juego, que como bien dice en un una línea el realista Beane, “son los que hacen que se vendan más entradas y más salchichas”.