El hombre de al lado

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

La última película de Mariano Cohn y Gastón Duprat presenta un campo de batalla en el que los contendientes luchan por un espacio que podría ser menos físico que mental. Un hombre (Rafael Spregelburd) se desayuna un buen día con la novedad de que su vecino quiere romper una pared para abrir allí una ventana con vista a su casa. El tipo es el no va más del refinamiento según ciertos parámetros modernos en boga, vive en una casa de diseño, es exitoso en su trabajo (trabaja sin moverse de su casa, por lo demás) y su gustos musicales le permiten disfrutar de esa cosa tan difícil de digerir denominada ruidismo repantigado en un sillón con un trago en la mano. Del otro lado, separado por dos metros escasos, viene a romper tan excelsa rutina un bruto gritón de ocupación incierta (Daniel Aráoz), de modales impredecibles e inclinado al parecer a la mala poesía: “Yo lo que necesito es un poquito de luz que a vos te sobra”, responde el zafio por toda explicación con musiquita cordobesa en las palabras cuando el otro le pregunta que qué se cree que está haciendo.

Mediante el oportuno anacronismo del uso de la pantalla dividida habíamos visto antes el efecto de los martillazos simultáneamente sobre ambos lados de la pared de marras. Como ya había quedado claro en sus otras películas, los directores son amantes de una simetría casi obsesiva en el encuadre y la disposición de los planos cuyo alcance no siempre llegaba a tener una justificación plena. Y aunque en esta oportunidad ese rigor parezca en principio estar al servicio del subrayado un poco sumario del juego de opuestos que El hombre de al lado se encarga desde el vamos de poner en escena, lo que esa primera imagen sugiere no deja esta vez de funcionar de un modo especialmente pertinente. La parte de adentro de la pared es oscura, la de afuera es blanca: esas dos tonalidades, en la película, solo pueden compartir el plano o el espacio mediante un artificio. Solo lo comparten idealmente, amparados en el presupuesto de la urbanidad y de la buena vecindad. Pero no todo es tan sencillo.

Una de las curiosidades más notables de El artista, la anterior película de Cohn y Duprat, era el conocimiento de primera mano que los realizadores parecían exhibir acerca del particular universo en el que se afanaba el protagonista. El hombre de al lado muestra al dúo moviéndose en ese terreno otra vez como pez en el agua. La precisa descripción del orden social en el que se mueve Leonardo (Spregelburd) incluye como uno de sus componentes a la corrección política, bajo cuya fachada se esconde el desprecio de clase y se disimula mejor la mala conciencia de los personajes derivada de los propios privilegios. Como ocurría con El artista, nada desentona en la verosimilitud de la película, ningún detalle parece estar fuera de lugar, y una parte no desdeñable de su gracia a veces sublime proviene de la posibilidad privilegiada de contemplar y comprender un todo perfectamente ensamblado y coherente y al mismo tiempo poder advertir y señalar el costado ridículo o despreciable de sus rutinas y automatismos como si fuesen ajenos. Pero, ¿en qué vereda se paran en realidad Cohn y Duprat? ¿Hacen películas cool que solo simulan poner en crisis lo cool, como señalan algunos con desconfianza, haciendo ingresar en su propio mundo un elemento desestabilizador con el que no terminan de simpatizar pero que les resulta útil a afectos de lograr más eficazmente su impostura? Aunque no tengo claro si esa objeción en particular que le hacen sus detractores al cine de la dupla es desacertada, se me ocurre que tanto El artista como El hombre de al lado no deberían considerarse como el mero ejercicio de una mirada más o menos irónica e impiadosa sobre una porción del mundo.

En El artista un extraño ingresaba de casualidad al mundo del arte y lo que pasaba es que a la larga se encontraba lidiando no tanto con los signos de una farsa que al espectador enseguida le resultaba evidente (de allí la comicidad más bien programática de la que la película se permitía en parte hacer gala), en la que el objeto artístico adquiría su legitimación mediante procedimientos disparatados (cuando no espurios), sino que descubría algo bastante más desgarrador e inesperado: el carácter de la confección del arte como el de un saber esencialmente intransferible. Si el modo de recepción de una obra artística se encontraba sujeto a un flujo variable de taras cuya índole el personaje principal intentaba rápidamente aprehender para seguir a flote y no ser desalojado de ese mundo, el germen profundo de la obra de arte se le terminaba en cambio revelando como un enigma de orden superior, un misterio inabordable que concluía prácticamente sumiéndolo en la melancolía y la enajenación.

De manera igualmente imprevisible, el relato que Leonardo les hace a sus amigos acerca de uno de sus encuentros con el inoportuno vecino se encarga de precipitar la película hacia un abismo de ambigüedad prácticamente único, en el cual lo que parece salir a la luz es la secreta identificación del dueño de casa con “el hombre de al lado”. Si hasta ahora habíamos visto al vecino asomado a su dichosa ventana o parado en la vereda con dos estatuas horrorosas en la mano, es decir, como un ser unidimensional, solo diagramado como la figura salida de un mal sueño, ahora, en la narración de Leonardo (que incluye una lograda imitación cómica del tono y los dichos de su antagonista), aparece nada menos que como un modo deseable de estar en el mundo: el otro es finalmente la bestia capaz de doblegar a ese mundo, de sortear situaciones incómodas (el que le dice “rajá de acá” a un limpiavidrios); el que es capaz de decir “negro” en forma peyorativa. No como Leonardo, a quien todo lo perturba, que apela a estrategias psi para no aparecer cediendo ante la indiferencia de su hija adolescente; que no tiene relaciones íntimas con su esposa y que es inmediatamente rechazado cuando se le insinúa sexualmente a una alumna. La escena de ese relato es poco menos que extraordinaria y sus resonancias alcanzan para despojar a los directores de la pátina de muchachones frívolos que por costumbre se les endilga, siempre dispuestos a jugar con hacer asomar al público a esa vidriera inexpugnable de los modernos.