El Hobbit: La desolación de Smaug

Crítica de Ulises Picoli - Función Agotada

La furia del dragón

Cuando el año pasado vi El Hobbit: Un Viaje Inesperado no pude menos que decepcionarme. Pensé, quizás la mitología de Tolkien ya no me sorprende como antes, quizás el mejor momento cinematográfico de Peter Jackson pasó, o tal vez, ahora no me interesa ver enanos corriendo por la pradera mientras son acechados por orcos con voz ronca. Por fortuna, estaba equivocado. Peter Jackson lo hizo de nuevo. El Hobbit: La Desolación de Smaug brinda un feliz regreso al fantástico universo de Tolkien.

La película comienza en Bree, lugar donde se encontraron hace ya otra trilogía Frodo (Elijah Wood) y Aragorn (Viggo Mortensen). Este momento puede resultar una escena inútil, sin demasiado aporte, pero es todo lo contrario. Es desde ahí, en ese encuentro entre Gandalf (el gran Ian McKellen) y Thorin (Richard Armitage), que uno entiende que está frente a otra película. Un riesgo latente y una oscuridad que observa, eso es lo que va definir esta aventura. Aquí ya no hay un hobbit torpe y sin maldad, canciones de enanos, ni simpatías élficas, el mal está al acecho, uno que se percibe invencible. Como en lo mejor de El Señor de los Anillos, lo que nos estimula es que sabemos que nuestros héroes van con las de perder. En ese tono más sombrío y pesimista, es desde donde se distingue el peligro, algo vital para una buena aventura. Y un mal latente, no incluido en el libro original, va tomando (literalmente) forma.

En esta segunda parte el abanico de personajes se extiende, y a pesar del habitual trazo grueso, logran una complejidad más atractiva. La primera parte fallaba en cuanto a sus protagonistas, la aparición de viejas glorias de la trilogía pasada era meramente calculada para el guiño al espectador. Además, esa turba de enanos no lograba crear una empatía suficiente, siempre sentíamos que todos eran intercambiables, sus personalidades eran muecas y no mucho más. En la segunda parte la irrupción élfica en la historia con un agrio Rey Elfo Thranduil (Lee Pace), su hijo Legolas (Orlando-Bloom-quedate-elfo-para-siempre) y Tauriel (Evangeline Lily) dan espacio para mostrar la oscuridad de la historia a través de estos seres, mostrándolos con un sistema de castas, y menos héroes y sabios de lo que uno podría suponer. Bilbo, nuestro protagonista, se vuelve más siniestro por la posesión del anillo único robado a Gollum. También el heredero enano Thorin recobra brío, y la inclusión del humano Bardo (Luke Evans), ciudadano del pueblo del lago bajo la montaña usurpada por Smaug, mejora el espectro de interlocutores. La ampliación de personajes y el viaje a través de la Tierra Media permite desplegar el universo Tolkien, no solo como algo visualmente bello, sino como una tierra cruel, desprovista de héroes, donde rige la miseria individual y la desconfianza hacia el otro.

Visualmente la película se construye sobre unos increíbles efectos digitales, y aunque por momentos resienta el relato tanta acción carente de fisicidad, uno queda envuelto en el imaginario de la aventura sin dejar de creer lo que esta pasando frente a sus ojos, retomando lo mejor de la trilogía de El Señor de los Anillos: el riesgo de un viaje por un mundo fantástico.

No faltan enfrentamientos, monstruos, y coreografías élficas marca registrada, que divierten pero que por el abuso de los efectos puede llegar a agotar un poco. Si algo que caracteriza al bueno de Jackson, es que se pasa de rosca. Siempre hay una vuelta de más, pero a diferencia de la primera parte, eso no impide que disfrutemos de los acontecimientos. Eso si, que afloje con el primer plano a los elfos, enanos y orcos, porque agotan, y puntualmente, en el caso de las caras de bonachonas o enamoradas, inspiran deseos violentos.

La narración fluye a fuerza de acción, el peligro, y que sus personajes resultan más creíbles con su dosis de oscuridad. No está la derivativa lentitud del film anterior, con un ritmo vertiginoso, uno olvida la amplificación de un solo libro. Para el final, cuando aparece el dragón (y aunque la resolución peca de excesiva, Jackson quizás se engolosinó con mostrar a su dragón), uno no puede más que dejarse llevar por la oleada de fuego que destila de forma voraz y gigante, como el cine de Peter Jackson, como el mundo de Tolkien.