El Hobbit: La desolación de Smaug

Crítica de Alejandro Franco - Arlequin

El Hobbit: La Desolación de Smaug es la segunda entrega de la planeada trilogía basada en el libro de J.R.R. Tolkien El Hobbit, y que actúa como precuela de El Señor de los Anillos. Con Peter Jackson nuevamente al mando, la nueva trilogía viene recaudando millones de a centenares, pero éxito no siempre implica calidad. Ciertamente la saga de El Hobbit no entra en la misma categoría de desastre que los episodios I, II y III de La Guerra de las Galaxias, pero uno siente que los nuevos filmes no están a la altura de La Trilogía del Anillo. Aún con todos los esfuerzos de Jackson por expandir la historia (tomando retazos de argumentos extractados de otros libros y apéndices escritos por Tolkien) y hacerla mucho mas adulta, El Hobbit se siente tremendamente estirada. Es entretenida y tiene sus momentos, pero le falta substancia y le sobran efectos especiales; y eso resulta patente con La Desolación de Smaug, la cual parece más un paseo tipo Joy Ride de los estudios Universal o Disney (esos en donde uno se sienta en un carrito y lo llevan por un montón de túneles saturados de videos y animatronics) que como un filme hecho y derecho.
Ciertamente El Hobbit: La Desolación de Smaug es superior a Un Viaje Inesperado. No hay tiempos muertos, hay acción de sobra, hay deliciosos cameos, y hay un par de momentos emocionantes. Entra en acción Smaug el dragón - con una excelente perfomance vocal de Bendedict Cumberbatch -, el cual se roba cada uno de los minutos que está en escena - no sólo desborda personalidad sino que su diseño es impresionante -. Por contra, la trama funciona de manera lineal y mecánica: la troupe de aventureros va al punto A y les pasa algo; después van al punto B y les ocurre otra cosa; y así con el punto C, D, E, etcétera, sin que haya en algún momento un desarrollo de caracteres. Al menos en La Trilogía del Anillo los personajes mutaban, crecían a medida que padecían las inclemencias del viaje, y terminaban convirtiéndose en versiones más perfeccionadas y valientes de sí mismos. Y si bien el rey enano Thorin me sigue pareciendo un gran personaje, acá da muestras de ser un necio caprichoso y arrogante, lo cual termina corroyendo la validez de su causa. Por otra parte Bilbo sigue siendo mi hobbit favorito - es perspicaz y valiente, y está a años luz del aniñado Frodo y su quejosa compañía -, pero tampoco tiene su momento de reflexión; obra por reacción más que por acción y, a lo largo de todo el filme, sólo se la pasa resolviendo los entuertos provocados por la pedantería de los enanos. En cambio el libreto se dedica a desarrollar - en algunos casos con más fortuna que otros - la mayoría de los personajes nuevos, los cuales son interesantes: el beligerante rey elfo de Lee Pace, la enamoradiza elfa de Evangeline Lilly (quien fuera en la vida real pareja durante años de Dominic Monaghan, el hobbit Merry de la primer trilogía) y, en menor medida, el tenaz arquero que compone Luke Evans, cuyo abuelo tuvo la desgracia de fallar el intento de matar a Smaug durante su primer ataque a la Tierra Media.

El Hobbit: La Desolación de Smaug es demasiado episódica. El encuentro con el "cambiador de pieles" - un tipo que, por culpa de un hechizo, se transforma en oso gigante durante las noches y vuelve a su forma humana durante las mañanas - es desabrido. La secuencia en el Bosque Negro es intensa y divertida. El apresamiento en la ciudad de los elfos es pasable - reaparece Legolas, aunque en una versión tan irritable e intolerante que resulta desconocido (asumo que terminará madurando al final de este viaje) -; y el peor episodio de todos es el de la Ciudad del Lago, el cual está poblado por personajes molestos y descolgados (el rey que compone Stephen Fry es puro cartón pintado, y las rencillas internas de su reino no le interesan a nadie). Incluso el desvío de Gandalf - para investigar una pista que le envió telepáticamente la bruja elfa Galadriel, de que el lider de los orcos podrían ser una versión revivida de Sauron - carece de intensidad. Viendo todas estas cosas uno no se aburre - siempre ocurre algo en pantalla -, pero el desarrollo de cada una de ellas es dispar. Recién el filme gana sus pies cuando Smaug aparece en escena, simplemente porque reconectamos con la trama principal - la recuperación de la ciudad enana -; y aún cuando la perfomance del dragón es espectacular, Peter Jackson termina enviciándose con los efectos especiales, lo cual disminuye el valor de la escena. Todos los artilugios que usan los enanos para intentar combatir al dragón está recargados de CGI - saltos imposibles por parte de los protagonistas, tomas de cámara pasadas de volteretas -, con el adicional de que, cuando el climax empezaba a ponerse apasionante, el filme simplemente se detiene (¿acaso éste es un nuevo vicio moderno de los cineastas?; ya son varias las peliculas en donde no resuelven nada sino que cortan la acción a mitad de camino y aparecen los títulos finales). Sí, si, es algo tan frustrante como cuando congelaron a Han Solo en El Imperio Contraataca o cuando frenaron en seco el climax de El Conjuro.

El Hobbit: La Desolación de Smaug es una película que entretiene cuando uno la está viendo; pero no es un filme que me atraiga para verlo una segunda vez. Es un compendio de piruetas que tiene, esparcidos en su larga duración, un par de momentos interesantes, pero no deja de ser una hamburguesa gloriosamente adornada. Carece de substancia como para hacerla memorable, con lo cual se transforma en un espectáculo pochoclero algo superior a la media.