El Hobbit: La batalla de los cinco ejércitos

Crítica de Emiliano Fernández - A Sala Llena

Apoteosis de la decadencia.

Frente a una película como El Hobbit: La Batalla de los Cinco Ejércitos (The Hobbit: The Battle of the Five Armies, 2014), el cinéfilo que creció con los primeros opus de Peter Jackson no puede más que sentir tristeza, ya no sólo porque desapareció aquel encanto irreverente de los comienzos sino también porque el neozelandés está tan alienado en su gigantismo mainstream que ni siquiera comprendió el material de base, ese libro para niños de J. R. R. Tolkien de 1937. Este desenlace de una trilogía innecesaria y anodina pone de relieve hasta qué punto los CGI y la pedantería han destruido las carreras de los otrora valiosos Sam Raimi, Tim Burton, Robert Zemeckis, Steven Spielberg y del propio Jackson.

Si bien en términos cinematográficos el convite es una precuela de El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings), cargada con un fuerte tufo de exploitation y/ o spin-off que para colmo pretende homologar la gesta de Bilbo y los enanos en pos de robarle el tesoro al dragón Smaug con la de Frodo y la Comunidad del Anillo, lo cierto es que la novela original se escribió mucho antes, formaba parte de una larga tradición de literatura infantil mitológica y no tenía casi nada que ver con la fastuosidad de las luchas encabezadas por Aragorn y Gandalf contra el todopoderoso Sauron. Esta adaptación desapasionada estira cada episodio hasta el extremo del aburrimiento con el fin de avivar una épica de cotillón.

Hablamos de un director que definitivamente sólo se siente cómodo dedicándole tiempo al diseño de producción y las escenas de acción, ya que todo lo realizado desde la soporífera King Kong (2005) ha constituido un monumento a la ostentación visual por la ostentación visual en sí: pruebas de ello son la desastrosa Desde mi Cielo (The Lovely Bones, 2009), una de las peores propuestas de la década pasada, y su incapacidad a la hora de edificar personajes con una verdadera carnadura humana (pensemos en su insipidez al momento de retratar los acertijos de Bilbo y Gollum, el encuentro con Smaug en la Montaña Solitaria y la dialéctica de la desconfianza de hoy, protagonizada por Bilbo y un enceguecido Thorin).

Recién llegando al epílogo Jackson recuerda que el corazón de la obra de Tolkien está en el ataque a la codicia, el apuntalamiento del ecologismo más ascético y una apología de la belleza/ singularidad de lo pequeño, pero ya es tarde. A esa altura del viaje una infinidad de combates estériles han desfilado por la pantalla, llevándose las esperanzas de una mínima vuelta a la astucia de Mal Gusto (Bad Taste, 1987), Meet the Feebles (1989), Muertos de Miedo (Braindead, 1992) y Criaturas Celestiales (Heavenly Creatures, 1994). Raimi por lo menos tuvo un respiro de tanto automatismo en la jovial Arrástrame al Infierno (Drag Me to Hell, 2009): aquí nada quedó de la participación de Guillermo del Toro en el proyecto.

Así como había ocurrido con El Señor de los Anillos, lo que comenzó relativamente bien termina volcándose hacia el abuso de la cámara lenta, los planteos estereotipados y una andanada de secuencias extraídas del melodrama ATP más barato. Una vez más Jackson confunde espectacularidad con aventuras y en su apoteosis digital se olvida que esta historia está centrada en Bilbo y su idiosincrasia contradictoria, la de un morador de la campiña inglesa con rasgos de hippie y esa superioridad risible del británico promedio, en función de la cual considera que no necesita justificar ninguno de sus actos. La decadencia no llega al nivel de El Retorno del Rey (The Return of the King, 2003) pero le pasa cerca...