El gran hotel Budapest

Crítica de Laura Osti - El Litoral

Una fábula atractiva y melancólica

Wes Anderson sigue deleitando al público que logró conquistar con su estilo, tan personal como refinado, de narrar.

En esta oportunidad, se basa en relatos del escritor austríaco Stefan Zweig, en una propuesta que recrea el espíritu de entreguerra que embargó al intelectual judío, quien no pudo soportar el avance del nazismo y la caída de un mundo, en el que la combinación de una educación aristocrática y una preferencia por los buenos modales hacían que la vida transcurriera de manera agradable.

La historia que Anderson relata en “El Gran Hotel Budapest” se desarrolla en un lugar imaginario llamado Zubrowka, ubicado en el centro de Europa, en lo alto de unas montañas nevadas, al que se llega sólo en funicular. Allí se encuentra el hotel mencionado, refugio frecuentado por turistas pertenecientes a familias adineradas de Europa, especialmente damas maduras en procura de descanso y buena compañía.

Pero el relato comienza en la época actual, precisamente en el momento en que una adolescente realiza un homenaje ante el monumento a un escritor, ya fallecido, mientras se dispone a leer una de sus novelas.

Mediante la estructura clásica de las cajas chinas, la película va engarzando una historia dentro de otra, al saltar a la década de los ochenta del siglo XX, en una escena en la cual el escritor, en vida, explica ante la cámara de dónde tomó el argumento de dicha novela. Entonces se produce otro salto varias décadas atrás, oportunidad en que el escritor, siendo joven, visita al famoso Hotel Budapest (ahora bajo el régimen soviético), y allí, conoce a un anciano, llamado Mustafá, quien le refiere los hechos que luego serán reproducidos en su libro. Para ello, Mustafá retrocede aún más en el tiempo, ubicándose en el período entre las dos guerras mundiales, cuando él, siendo un adolescente, conoce al famoso conserje M. Gustave, quien lo inició en el oficio de botones, en el citado hotel.

Zero, nombre de pila de Mustafá, es un apátrida, que se fugó de algún país asolado por guerras intestinas que eliminaron a toda su familia. Siendo un “sin-papeles”, es apadrinado por Gustave y con él vive una vida llena de aventuras, mientras aprende los secretos de la buena administración de un hotel distinguido.

Resulta que una de las clientes y amiga íntima de Gustave, una anciana, fallece repentinamente y el conserje es citado por su abogado porque al parecer, la mujer lo ha incluido entre los beneficiarios de su legado patrimonial. Para asistir a la lectura del testamento, Gustave debe trasladarse a un país limítrofe y le pide a Zero que lo acompañe. Ambos viajan en tren entre paisajes nevados y al cruzar la frontera ya se percibe el clima bélico, la hostilidad que preanuncia lo que sucedería después en esa región de Europa.

La historia continúa con una serie de sucesos tan conflictivos como disparatados, ya que los hijos de la anciana dama rechazan a Gustave, quien se ve acosado por una falsa denuncia que lo lleva a la cárcel y lo sumerge en una sucesión de padecimientos marcados por la intriga y la violencia.

Pero la habilidad de Anderson no se limita a inventar historias llamativas e interesantes, en las que mezcla realidad y fantasía, sino que su gran rasgo de estilo es fundamentalmente la forma narrativa, con un fuerte acento guiñolesco, que no evade ni los temas profundos ni los aspectos cruentos de la realidad, pero los presenta de una manera suave, si se quiere, en la que la melancolía es el rasgo distintivo, logrando conciliar diversas influencias en un clima de fábula muy gratificante.

Acompaña a Anderson en esta producción un elenco de grandes actores que ponen todo su indiscutible talento al servicio de una obra encantadora.