El gran hotel Budapest

Crítica de Fernando López - La Nación

Es Wes Anderson de punta a punta, como podía imaginarse, y con toda su originalidad a pleno. Desde el comienzo es reconocible su cine hiperestilizado, la singularidad de su estética (el diseño de la producción, aquí quizá más que en otros films suyos, resulta un espectáculo aparte), su inagotable invención de mundos de fantasía cuyas claves ya son familiares para el espectador asiduo, la ilimitada libertad creativa de que hace gala, su humor singular y la tenue, poética melancolía que en este caso contiene su visión de una Mitteleuropa refinada y aristocrática cuando empezaba a avanzar sobre ella la barbarie.

Nadie mejor puede encarnarla que Monsieur Gustave, su personaje principal, conserje del monumental Grand Budapest Hotel de los tiempos de gloria, guardián de la etiqueta, amante insuperable de todas sus amigas y en especial de las señoras añosas, y maestro indispensable para Zero y para cualquier otro aspirante a hacer carrera en la palaciega mansión, tan elevada sobre las montañas del imaginario país llamado Zubrowka, que a ella solo se accede por cablecarril.

Esa curiosa pareja será la protagonista del sinfín de peripecias rocambolescas que Anderson ha imaginado para ellos inspirándose en parte -como ha confesado- en páginas de Stefan Zweig. Pero esas aventuras vendrán después. Porque el film se abre como las muñecas rusas. Primero, una niña más o menos actual se sienta a leer un libro muy cerca de la estatua de un autor famoso. Es ese mismo autor (Tom Wilkinson), pero en los años 80, quien ya anciano revela enseguida a cámara su secreto: sabiéndolo narrador, son los demás, quienes le cuentan las historias. Más tarde, una versión más joven de sí mismo (Jude Law) deambula por los vacíos corredores del hotel venido a menos en los tiempos del comunismo y entra en contacto con su propietario de entonces, un tal Mustafa (F. Murray Abraham), que le cuenta cómo llegó a heredar, años atrás, la imponente residencia. Sólo allí conoceremos a Gustave H. (Ralph Fiennes, inolvidable) justamente cuando recibe a Zero Mustafa (Tony Revolori), el menudo muchachito que aspira a botones y llegará a ser su discípulo predilecto, su compinche de aventuras y mucho más.

Todo es perfecto hasta ahí. Que muera una de las aristócratas amigas del conserje y éste sea acusado falsamente de asesinato es sólo el comienzo de la febril intriga colmada de situaciones -a cual más disparatada e inverosímil- en la que se enredarán nuestros héroes, mientras se hacen cada vez más notorias y sombrías las horas dramáticas que vivirá la vieja Europa, en ese período de entreguerras y después. Que en esa sucesión haya persecuciones, fugas, cárcel, muertes, pastelería refinadísima, soldados de cambiantes uniformes, cuadros valiosísimos robados, y un sinfín de historias que contienen otras historias muestra el deleite, la libertad y la imaginación con que Anderson se entrega al juego del cine y con cuánta habilidad es capaz de imponer mediante su lenguaje preciso y coherente, cierta armonía y acaso también cierto optimismo sobre la tristeza que transmiten tantas pérdidas como las que, aun en tren de comedia, expone.

Como siempre es también llamativa la firmeza con que se conduce entre tantísimos personajes, todos admirablemente dscriptos e interpretados por un elenco extraordinario. La riqueza visual del film es un atractivo más.