El faro de las orcas

Crítica de Pablo E. Arahuete - CineFreaks

¿Orca terapia?

En El faro de las orcas existe una puja de intenciones, las buenas por contar una historia que gira entorno a la inclusión social de un niño que padece autismo y que encuentra en el contacto con los cetáceos de la Patagonia argentina un modo de vincularse espiritual y emocionalmente con el mundo exterior, y otra intención menos noble como la de explotar los recursos for export que hacen del paisajismo y del cine turístico un recurso mercantil y falso, envuelto en una anécdota con fuerte base humanista y un subyacente discurso ecologista.

Esa es la cáscara que recubre esta trillada historia inspirada en hechos reales que marcan el vínculo entre Beto, un guardafauna interpretado por Joaquín Furriel, el pequeño Tristán (Quinchu Rapalini) y su madre, a cargo de la española Maribel Verdú en la piel de Lola.

La llegada de Lola y su hijo, motivada por un documental donde pudo captar el estímulo de Tristán –una repentina e inesperada conexión con el mundo circundante- al ser testigo del trabajo de Beto con las orcas, no encuentra por parte del guardafauna ermitaño la bienvenida esperable. La naturaleza del territorio y la del propio Beto son diametralmente opuestas a los modos de vida citadinos de la extranjera y marcan el comienzo de una tensión con escarceos amorosos desde el primer contacto.

Es predecible y mucho más para los fines dramáticos de este film, dirigido por el documentalista Gerardo Olivares, el paralelismo entre el autismo de Tristán y el hermetismo de Beto, hermetismo que lo protege del pasado trágico que todo héroe requiere en relatos clásicos, sin dejar de lado el símbolo del caballo blanco que el guardafauna argentino monta para completar la idea. Y esa esquematización limita las posibilidades del desarrollo argumental para encauzar la trama en la curva de transformación de Tristán y su progresiva evolución desde lo emocional.

El papel de Lola, arquetipo de la abnegación y el abandono de un padre ausente para Tristán, sumergen al film en el sinuoso efecto del melodrama familiar empático, que no deja de ser menos efectivo en la búsqueda de lo mejor para Tristán y su enfermedad.

Ahora bien, la ficción, o mejor dicho la ficcionalización de historias de autosuperación como la precedente, distorsionan en varias ocasiones los aspectos singulares de una enfermedad como en este caso el autismo para homogeneizarlo. Y entonces se pierde de vista la complejidad del fenómeno, no así del sujeto padeciente. Gerardo Olivares hace caso omiso a la observación y tensa las cuerdas emocionales para conseguir sin demasiada inventiva ni esfuerzo una melodía agradable pero archi conocida que remonta al espectador a un reciclado de títulos como Liberen a Willy pero sin autismo.