En el centro de la escena esta el magnético Russell Crowe, como el exorcista del papa, que se basa en un personaje real que aparecía muchos en los medios, el padre Gabriele Amorth, que aseguró haber realizado más de 70.000 exorcismos y creó una asociación internacional de exorcistas. Y además aseguraba que la Inquisición fue obra del demonio y que el maligno tuvo que ver con la pedofilia en la iglesia. Crowe lo compone socarrón, con algunas de sus afirmaciones y un estilo muy particular. Desafía los demonios menores con trampas tranquilas e ironías pero cuando llega el momento de enfrentarse al mismísimo diablo invierte la pelea y se inmola revelando sus propios pecados. Lo que logra este gran actor es acaparar la atención y no soltarnos cuando llega el momento de los efectos especiales que vimos demasiadas veces y que no aterran de tan usados. Sin embargo el filme entretiene porque no se trata de la posesión de un niño sino de una conspiración sofocada y ahora despierta en contra del Vaticano.