El discurso del rey

Crítica de Daniel Cholakian - Fancinema

Parte de la maquinaria

Un modelo industrial desarrollado es capaz de crear productos para cada mercado y cada momento. El discurso del rey es un típico producto industrial para los tiempos del Oscar, y de la seguidilla de los premios previos a los que otorga “la academia”. Cuidada reconstrucción de época; presentación de un sujeto que en situaciones extremas logra superar sus propios límites; adyuvante ajeno al régimen de verdad dominante (o sea un loquito suelto); la Historia (con mayúsculas) como marco para el desarrollo de una épica individual, que se hace colectiva. Estos elementos, estructurantes de El discurso del rey, año a año se reiteran en alguna de las películas favoritas para ganar las estatuillas, que tanto reportan en dinero presente y a futuro.

La película cuenta, desde la perspectiva personal y atravesada por su problema expresivo, el ascenso al reinado de la corona británica de Jorge VI. Albert, tal era el nombre de pila de quien sería rey, sufría por la tartamudez que solía hacerlo presa cuando debía hablar en público. Su padre, el rey Jorge V, había introducido la práctica de hablar por la radio al pueblo, en un modo novedoso de utilizar la tecnología. Estos momentos, especialmente el mensaje público navideño, representaba uno de los mayores padecimientos del príncipe. Aun cuando su hermano Eduardo era el heredero natural, su rol lo obligaba de todos modos a los discursos públicos. Pero cuando su hermano abdica el trono a su favor, la situación se torna angustiante. Lionel Logue, un hábil terapeuta de la voz, heterodoxo y ajeno a la academia, será su principal aliado en la lucha contra esa limitación fónica. Lo que termina construyendo la narración, es la historia de un hombre que lucha contra sus propias limitaciones, logrando convertirse en el estadista necesario para hacerse cargo de la corona, en uno de los momentos más críticos del siglo XX.

Colin Firth ganará el Oscar como mejor actor protagónico (poco importa si esto se verifica o no, lo que importa es lo verosímil de tal afirmación). Lo importante es que ha desarrollado una actuación para lograrlo. No es su mejor actuación. Es la más histriónica, la más ajustada a un régimen de expresión actoral dominante, en el marco de una producción industrial que regula los valores estéticos de un sistema expresivo. Pues, cada año al entregar los premios de “la academia”, la industria estadounidense define cuales son los modos correctos de narrar, los temas que cuentan, los sistemas estéticos, los códigos actorales dignos de ser copiados y los registros plásticos se corresponden con los modos “correctos” de ver lo real. Cada año se define (se vuelve a definir, se reproduce) el canon. Y en tal operación, se define, por contrario sensu, aquello que no es deseable en el mundo de lo cinematográfico.

El discurso del rey es una película regular. Un predecible producto del sistema del espectáculo global. No aburre por la destacable gracia actoral que tanto Firth como Rush despliegan (cuando utilizo la palabra gracia, no refiero a la comicidad, sino a la capacidad de hacer atractivo el juego actoral conjunto). Por el resto, aun cuando pretende aproximarse a contar la Historia, es una película absolutamente olvidable.