El desconocido del lago

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

El escenario es casi fantástico: una playa nudista para homosexuales en torno a un lago, rodeada por un pequeño bosque. En el lago y sus lugares de acceso no hay rastro de chalets, pequeños mercados ni puestos de helados y gaseosas. El lago es una cita del océano, los bañistas deambulando evocan una historia de naufragio e isla desierta. Un edén inmóvil donde la existencia deviene deseo puro, los intercambios sexuales se funden con la carne verde del bosque, el viento pasa entre los árboles, la luz se mueve sin parar y el desorden y la muerte entran en resonancia con la armonía perfecta de un tiempo maravillosamente lánguido.

En este fragmento de civilización sin mujeres, entre la vigía y el vacío, se destacan tres personajes. El principal es Franck, un habitué al que le gusta probar el agua fresca del lago antes de buscar la aventura en los arbustos calientes que bordean la playa. Franck repara en Henri, un hombre robusto y silencioso que mide el horizonte con un aire suspicaz, siempre aislado y jamás desnudo. Franck y Henri irán construyendo una conmovedora amistad forjada con diálogos sensibles y un cariño creciente que excluye el sexo. Una noche, Franck demora su partida y en el claroscuro del crepúsculo percibe a Michel forcejeando con otro hombre en el lago. Un grito cruza el aire seguido de un silencio mortal luego que Michel hunde la cabeza del desconocido bajo el agua. Franck no revela nada a nadie y se convierte casi inmediatamente en su amante.

Tal como ocurre con el lago donde nada de manera elegante, la superficie centellante de Michel cubre una interioridad bien oscura. Franck es testigo directo de su violencia pero no se desvía del objeto de su deseo y comienza con él una relación apasionada, aunque limitada al marco del lago, el bosque y el estacionamiento improvisado. Esta geografía restringida pone fuera de campo parte de la vida cotidiana de los personajes. Las situaciones se repiten con una tonalidad siempre renovada según las variaciones de la luz natural. Las potencialidades expresivas de cada lugar son desplegadas minuciosamente. Los cuerpos que se mueven entre el follaje son filmados en una comunión plástica donde sombras y luz, hojas y piel devienen indistinguibles.

Los espacios parecen capaces de generar criaturas fantásticas. Las ideas más abstractas afectadas por la materialidad más desnuda. La convergencia entre la materia y la idea alcanza todo su esplendor en la representación de la sexualidad. Las escenas de sexo son mucho más explícitas que en el cine tradicional pero a la vez resultan menos obscenas. La cámara adopta la mirada de Franck, siguiendo los movimientos de su deseo. La satisfacción de un deseo lentamente madurado no constituye el cierre de un episodio narrativo: la relación entre Franck y Michel continúa definiéndose, ampliándose o congelándose. Sabemos, como Franck, que Michel es peligroso. Pero compartimos la excitación sensorial y estamos implicados en el presente irresistible del encuentro con ese cuerpo de un modo que, para nosotros también, la búsqueda de placer prevalece sobre todo lo demás.

Poco a poco, el sol se oculta y acentúa la soledad de cada uno: Franck petrificado entre los arbustos, Henri fuera de campo con la decepción a flor de piel y el coche abandonado en el estacionamiento. En este rincón aislado se baila una ronda entre la vida y la muerte, entre el erotismo y el peligro, entre la pasión y la amistad, entre la exaltación fugaz de la carne y la respiración durable de los sentimientos. Es el dilema de Franck, encarnado con una mezcla perfecta de inocencia, deseo y terror por Pierre Deladonchamps. El cineasta observa sin juzgar como un sismógrafo sensible de los lugares y de los elementos. La película despliega una dramaturgia tensa de intriga a cielo abierto, al tiempo que se interroga sobre la capacidad de los seres humanos para vivir juntos.