El concierto

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

El único comunismo posible

Hace 30 años, durante el gobierno de Brezhnev al frente de la Unión Soviética, el maestro Andreï Simonovich Filipov buscaba la armonía última en el Concierto para violín y orquesta Op. 35 en Re mayor de Piotr Illich Tchaikovski. Por ese entonces, dirigía la Orquesta del Teatro Bolshoi, integrada en buena parte por músicos judíos. Cuando el régimen le reclamó que se deshaga de ellos, el se metió en un enfrentamiento desigual que sólo podía terminar mal, cuando el director del teatro, Ivan Gavrilov, irrumpió en el sublime momento musical para humillarlo, lo que sólo sería el comienzo de la caída.

Tres décadas después el comunismo es sólo un partido minoritario en la otrora URSS, pero Filipov sigue en el destino en el que se lo castigó: es empleado de limpieza en la mítica sala. Las tareas de higiene lo llevan a la oficina del director actual, donde el azar lo pone en posesión de un fax con la invitación a la orquesta para dar un concierto en el parisino Théâtre du Châtelet.

Sin dudarlo un momento, roba el fax, borra las huellas, y comienza a pergeñar un plan tan arriesgado como fantástico: reunir a sus viejos músicos (castigados como él) y suplantar a la agrupación oficial con el objeto de terminar en la capital francesa lo que no pudo concretar en el pasado. Especialmente, porque hay razones especiales para que París sea la sede de esa conquista final: allí habrá que resolver algunas cuestiones del pasado.

Así, como una anterior obra del director Radu Mihaileanu, la poco conocida en nuestro país “El tren de la vida” (en la que una aldea judía urdía un plan de autodeportación, disfrazando un tren como si perteneciera a la Alemania nazi) aquí los protagonistas se van metiendo en una delirante espiral sin vuelta atrás: Filipov tiene que reunir una orquesta que lleva 30 años sin tocar, en una semana, y llevarla a la Ciudad Luz.

Para eso se apoyará especialmente en su cellista Aleksandr “Sasha” Grossman y en Gavrilov, el mismo burócrata que lo condenó, a quien necesitan como manager y quien colaborará movido por razones particulares. Él será el encargado de negociar las condiciones contractuales, especialmente la participación de la solista Anne-Marie Jacquet.

Elogio de la belleza

“Sólo la música es bella. Después se meten las palabras y lo complican todo”, le dice en un momento Sacha a Anne-Marie. Y eso es esencialmente el filme: una celebración de la música como la más etérea de las bellezas; una prueba de que un instante de gloria redime décadas enteras de sufrimiento, ostracismo y secretos. Y de que es el único contexto en el que un grupo de personas reúne sus talentos para lograr la armonía suprema, algo que los trascienda a ellos mismos. “Ése es el verdadero comunismo”, le explicará Andreï a Ivan.

Mihaileanu vuelve a hacer creíble lo inverosímil, haciendo que el espectador se desespere un poco a cada rato por ver si el loco plan tiene éxito (y que haga fuerza para que eso suceda). Logra además encontrar el tono adecuado para el filme, dosificando comedia y drama sin irse a los extremos ni caer en el grotesco.

También logra escapar a la tentación de “hacer una película sobre París”, mostrándola en su punto necesario (de hecho, quizás haya más vistas urbanas de Moscú).

Los esfuerzos de la fotografía están puestos especialmente en hacer lucir el clímax de la cinta, en la sala del Châtelet, una búsqueda por empatar desde lo visual la belleza de la música de Tchaikovski, otro que sufrió mucho en su tiempo.

Poner el cuerpo

De todos modos, nada de esto sería posible sin un elenco de fuste, a la altura de las circunstancias: Alexeï Guskov construye un Andreï complejo, sin sensiblerías ni golpes bajos. Dimitri Nazarov como Sasha le sube el tono a la comedia, aunque tiene a su cargo algunos momentos de gran ternura. Mélanie Laurent pone belleza, sensibilidad y carácter a Anne-Marie, y se luce en la asimilación de la técnica violinística, que su personaje requiere.

Entre los secundarios se lucen Anna Kamenkova Pavlova como Irina Filipova, la esposa de Alexeï (y el motor que lo mueve cuando sus fuerzas flaquean); el siempre solvente François Berléand como Olivier Duplessis, director del del Châtelet, secundado por el atribulado Bertrand (interpretado por Laurent Bateau); la veterana Miou-Miou como Guylène de La Rivière, quien crió a Anne-Marie; y Valeri Barinov como el anacrónico Gavrilov. La sorpresa la pone el violinista rumano Anghel Gheorghe como el simpático y talentoso gitano Vassili, responsable de buena parte de la “magia” necesaria para concretar el plan.

Ellos son los pilares de un cuento moderno, con algunas moralejas: que lo único “bueno” de haberlo perdido todo es la libertad de no tener nada que temer; y de que las segundas oportunidades existen, y sonríen especialmente a quienes tienen el coraje de salir a buscarlas.