El clan

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

Sí, la realidad supera la ficción

Conozco dos personas que tuvieron oportunidad de estar frente a frente con Arquímedes Puccio cuando ya estaba en la cárcel. Ambas, por separado, dijeron lo mismo: “era un tipo que te daba escalofríos con sólo verlo”. Se podría decir que había un aura alrededor de ese personaje, un aura siniestra, casi inabarcable y difícil de explicar. Era alguien irreal y a la vez potentemente real, y el enigma imposible de descifrar que emanaba de su persona y el núcleo familiar que supo construir a su alrededor lo hacía retorcidamente atractivo. El desafío que tenía Pablo Trapero en El clan era trasladar esas nociones a la pantalla grande, hacer de lo siniestro, de lo horroroso, del quiebre de la institución familiar, realidad cinematográfica. Lamentablemente, la vara le queda demasiado alta.

No es por falta de ambición que las cosas le salen mal a Trapero, sino todo lo contrario. Incluso se podría decir que son esas ambiciones las que se convierten en los principales obstáculos. Es que El clan es, en dos aspectos claves, un debut para el realizador: es su primera película basada en hechos reales y, esencialmente, sobre la dictadura, porque lo que plantea es que Arquímedes Puccio (Guillermo Francella en una actuación sólida, pero no extraordinaria como seguro se va a decir por todos lados) pudo hacer del secuestro un negocio familiar, manteniendo en cautiverio en su propia casa a integrantes de familias ricas y poderosas que incluso pertenecían al entorno y/o el barrio que habitaba, desempeñándose casi a la vista de todos, bajo el paraguas que le daban sus contactos establecidos como parte de esa red de grupos de tareas que comenzó con la Triple A durante los años del tercer gobierno peronista, siguió durante el Proceso y trató de reformularse con la vuelta de la democracia y la primavera alfonsinista.

En mi texto sobre Leonera para el dossier sobre Trapero que hicimos en FANCINEMA, afirmaba que el cine del realizador se ha ido sosteniendo en sus últimos films en la fe y confianza que puede generar en el espectador a partir de las virtudes formales que va desplegando: de ahí que el público debe aceptar una suma de arbitrariedades y cabos sueltos en pos de seguir adelante con los relatos, amparándose en lo que consiguen transmitir los cuerpos en acción, y no tanto las otras modalidades discursivas. El clan es una nueva instancia de este juego de tensiones pero es la más malograda de todas, porque desde el mismísimo inicio con imágenes de archivo, Trapero acumula discursividad en todos los frentes, remarcando en exceso todo lo que pretende decir, que encima es mucho: tenemos la tesis política sobre las continuidades establecidas entre la dictadura y la democracia; el clima de época donde la frivolidad de las clases pudientes de San Isidro conviven con la oscuridad del accionar de los Puccio; esa familia que en sus cruces de acciones directas e indirectas, de complicidades, omisiones y silencios reproduce a escala menor lo que sucedía con los distintos sectores de la sociedad argentina en los setentas y ochentas; y finalmente el vínculo paterno filial entre Arquímedes y Alejandro Puccio, que arranca como una relación marcada por la lealtad y la manipulación, para ir decantando en un claro enfrentamiento de voluntades, con el hijo buscando salirse del negocio familiar.

Sin embargo, rara vez el film consigue hacer fluir todas estas tramas y tópicos de la manera apropiada, porque pierde de vista algo esencial, que son los personajes. Tanto Arquímedes como Alejandro son construcciones estereotipadas y vacías, que necesitan desmedidamente de lo que decida poner el espectador en ellos, inclusive del conocimiento previo que se pueda tener sobre los hechos verídicos. Dentro de su esquematismo paternalista de manual, Arquímedes por lo menos tiene una coherencia, es alguien que no cambia, que sostiene sus manipulaciones e hipocresías hasta el final, pero los giros de Alejandro son difíciles de creer; y esto se traslada a sus hermanos, que pasan de estar alejados a ser partícipes de los crímenes, o actuar con total naturalidad frente al hecho de tener a un hombre secuestrado en el baño de la casa a no poder soportar tener a una mujer mayor en el sótano, sin que haya un tránsito claro que expliquen los cambios de actitud. ¿Quiénes eran en verdad los Puccio? ¿Por qué eran así? ¿Cuál fue el proceso por el cual establecieron una serie de lazos que permitieron que el crimen, el homicidio y el horror se convirtieran en algo cotidiano? El clan no responde a ninguna de esas respuestas, pero no porque quiera dejarlas sin responder a propósito, sino porque no puede, o más bien porque elige una multitud de respuestas, casi todas equivocadas, trazando un panorama de época pero olvidándose de darles espesor a sus habitantes.

Esta vacuidad termina incluso afectando la ya habitual capacidad formal de Trapero. Donde más se aprecia esto es en los numerosos planos secuencia, particularmente los desarrollados durante las escenas de los secuestros: la música inunda todo, imponiéndose a la imagen, sin enriquecer la narración, sino banalizándola. De esta forma, El clan va perdiendo todo su potencial, aplastada por su propia superficialidad y encontrando apenas por momentos el tono apropiado, cuando se dejan de lado los diálogos impostados y las bajadas de línea históricas para dejar que sean los cuerpos los que se expresen, encontrando como único camino la violencia (llama la atención que Trapero no se haya dado cuenta de que la mejor forma de hablar de la historia argentina es dejando que el discurso pase por lo corporal).

De ahí que el slogan con el que se publicita El clan -“la realidad supera la ficción”- termine siendo tan atractivo como desafortunado: es que la ficción que construyó Trapero es notoriamente superada por la realidad de los hechos.