El ciudadano ilustre

Crítica de Diego Batlle - Otros Cines

Pocos días después de su estreno mundial en la Competencia Oficial de la 73ª edición de la Mostra de Venecia llega a los cines argentinos esta película de los realizadores de El artista y El hombre de al lado que narra las desventuras de un escritor ganador del Premio Nobel (Oscar Martínez) que vuelve a su pequeña ciudad natal tras más de cuatro décadas de ausencia. Esta sátira con mucho humor negro funciona bien en el terreno de la comedia pura, pero por momentos resulta un poco obvia en su exploración de las contradicciones entre el cinismo de la vida intelectual y el conformismo (y el patetismo) de la dinámica pueblerina.

Los directores de El artista, El hombre de al lado y Querida voy a comprar cigarrillos y vuelvo (además de varios documentales y proyectos para TV) se basaron en un guión de Andrés Duprat (hermano de Gastón) para una película que funciona mejor como superficial comedia de enredos que como mirada crítica a las contradicciones, miserias, hipocresía y cinismo del universo literario y la exploración del muchas veces incómodo lugar del escritor. Hay, sí, un puñado de buenos gags, momentos de indudable inspiración, algunos diálogos punzantes como dardos, lúcidas observaciones sobre la dinámica pueblerina, buenas actuaciones, pero El ciudadano ilustre -desde su apuesta técnica y estética bastante chata y por algunas ideas obvias y, para colmo, reiterativas- carece de las capas, los matices, la acidez y la negrura que sus realizadores intentan alcanzar.

Dividida en un prólogo y cinco capítulos (La invitación, Salas, Irene, El volcán y La cacería), El ciudadano ilustre arranca con el mordaz, para nada complaciente discurso que Daniel Mantovani (un siempre convincente Oscar Martinez) da ante la Academia y los reyes de Suecia tras recibir el premio Nobel de literatura. En ese ámbito expone varios de los temas que sobrevolarán el resto del relato, ya que habla de esa consagración como “el ocaso” y como “una canonización terminal como artista”.

Pasan cinco años y Mantovani está radicado en Barcelona. En ese lapso no ha escrito más que obituarios, presentaciones y prólogos, mientras su rutina diaria consiste en pedirle con desdén a su asistenta (Nora Navas) que rechace todas y cada una de las múltiples invitaciones que recibe. Sin embargo, una de las cartas despierta su atención: el intendente de Salas, su pueblo natal al que no ha regresado en las últimas cuatro décadas (se fue a los veinte y es ya un sexagenario), lo invita a participar en los festejos del lugar y a recibir la medalla de “Ciudadano ilustre”. Tras una negativa inicial, se decide a viajar a su terruño, ubicado a 700 kilómetros de Buenos Aires.

Tras un tortuoso viaje de ida (en el que las páginas de uno de sus libros se usará para prender un fuego y como reemplazo del papel higiénico, metáforas algo burdas), llega a Salas, donde pasará de celebridad (lo pasean en el camión de bomberos) a poco menos que el enemigo público número uno.

La película -plagada de discursos con “frases célebres” del tipo “mis personajes no pueden salir de Salas y yo no puedo volver” que Martínez sobrelleva con conmovedor profesionalismo- cae por momentos en cierto patetismo pueblerino (más cerca de los hermanos Coen que de Preston Sturges), aunque generalmente con bastante gracia. En este regreso del hijo pródigo se irá topando con un aspirante a escritor (Julián Larquier) que trabaja en la recepción del gris hotel en el que se hospeda (“parece salido de una película rumana”, dice Mantovani), una joven y atractiva groupie que no tardará en meterlo en problemas (Belén Chavanne); Antonio (Dady Brieva), su mejor amigo del colegio; y su ex novia Irene (Andrea Frigerio), ahora casada con Antonio. En el camino del autor aparecen también desde el intendente peronista del lugar (Manuel Vicente) hasta el patotero Florencio Romero (Marcelo D’Andrea), que intentará desacreditarlo por todos los medios.

Película sobre las fobias y las neurosis, sobre los aspectos parasitarios del arte, sobre la crisis existencial, sobre el conformismo y el absurdo pueblerino, sobre la responsabilidad y la libertad del artista, sobre los peligros de revisitar el pasado, sobre el éxito y los ideales, sobre la mediocridad social y la (falsa) sofisticación del arte, El ciudadano ilustre es en sus mejores momentos una sátira y, en varios otros, una bajada de línea algo torpe y que recupera ciertos “debates” a esta altura ya demasiado transitados o incluso perimidos.

Lo bueno de El ciudadano ilustre -y lo que en definitiva la blinda de cualquier cuestionamiento más extremo- es que funciona bien en el terreno del gag, de la comedia pura. Más allá de que los dos últimos episodios no están a la altura del resto y la resolución se resiente un poco, la película nunca deja de entretener y atrapar. La paradoja aquí es que el film gana cuando apuesta al humor más directo y popular, y -por el contrario- pierde eficacia cuando se pone “sofisticada” y con ese aire de cinismo y superioridad hacia los personajes que ha sido desde siempre la marca de Cohn y Duprat.