El chico de la bicicleta

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Los 400 golpes

Cyril se niega a admitir que su padre lo abandonó en un hogar para menores. El chico tiene once años y los puños apretados en los bolsillos. El pequeño se fuga, golpea, muerde, se rebela contra su destino. Toda la fuerza del cine de los hermanos Dardenne está presente en la escena en la que el inquieto protagonista inspecciona el departamento en el que solía vivir con su padre, abriendo las puertas con rabia o escarbando en algún recoveco. En el desasosiego del chico no hay palabras, sólo gestos acompañados de planos fluidos y precisos. El sentimiento se transmite mediante la violencia con la cual explora, manipula, acaricia o rechaza los objetos que encuentra. El dolor es una puerta cerrada, un celular que suena en vano o un vidrio detrás del cual se perfila la sombra de un hombre insensible.

La conjunción entre el guión y la puesta en escena favorece la elipsis y hace avanzar la historia sin diálogos explicativos. El padre renuncia, no puede hacerse cargo del chico. La madre está completamente ausente del paisaje de la película, es un factor de misterio latente. Cuando comienza la aventura del pequeño, un cúmulo de circunstancias desesperadas lo conducen a encontrarse con Samanta, una joven peluquera que vislumbra en él un hijo posible. Cyril debe maniobrar de manera veloz decisiones vitales y con pesadas consecuencias. Sin tiempos muertos, con personajes en constante movimiento, sin psicología ni énfasis y arriesgando algunas notas musicales, El chico de la bicicleta suscita una emoción verdadera que deja poco lugar para la reflexión y elude el discurso edificante.

La intriga se establece alrededor de la bicicleta, el símbolo del vínculo que une al chico unilateralmente con su padre. Cyril se esfuerza por recuperarla, Samanta la encuentra y otros chicos pretenden robarla. La bicicleta es una filiación rota, una adopción posible y una delincuencia potencial. El guiño al clásico de Vittorio De Sica se refleja tanto en solidaridad familiar en un contexto de miseria social como en el gusto por los exteriores, los escenarios naturales y los protagonistas despojados de artificios. Cyril sabe qué hacer con la bicicleta, la controla, está orgulloso. Pedalear es una forma de medir su propia potencia, rechazar el engranaje de la marginalidad y luchar contra el desaliento.

El chico de la bicicleta es la primera película que los Dardenne filman en verano. El clásico suburbio obrero de Seraing es ahora más luminoso, coloreado y propicio para el vínculo entre los personajes, para la elaboración de un nuevo lenguaje sentimental entre Samanta y Cyril, con sus propias lógicas emocionales y narrativas. Jean-Pierre y Luc Dardenne han creado una pequeña legión de personajes jóvenes a la que Cyril se suma con una asombrosa madurez. Un cuerpo obstinado, un rostro que no se resiente con la rabia, un protagonista (el extraordinario Thomas Doret, un nuevo descubrimiento de los cineastas) que evoca al Jérémie Rénier de La Promesa, que aquí encarna al padre. Los directores logran capturar instantes de pura verdad en la exterioridad del actor, en sus gestos y su materialidad, Cyril es un personaje inolvidable que, como Lorna o Rosetta, seguirá viviendo luego del último plano de la película.