El cazador

Crítica de Guillermo Colantonio - Funcinema

MIRADAS QUE MATAN

La mirada atraviesa todo en El cazador, la última película de Marco Berger. Es la mirada de los personajes, de los espectadores (quienes estamos incluidos en cada plano) y la del director. Y no hablo de poner la cámara solo en un lugar específico, sino de materializar una experiencia, otorgándole un sentido particular, y un misterio en esta oportunidad. Porque si hay algo en este notable film, además de deseo, erotismo, tensión y pulsión, es misterio. Ya lo advierte la secuencia de títulos con imágenes y música que parecen invocar a la naturaleza durante la noche, a un mundo subterráneo desde donde emergerán unos segundos más tarde los humanos. Y efectivamente, todo comienza con un encuadre decisivo, una elección formal que define un punto de vista, un modo de ver, como quien espía asomado detrás de la puerta. Ezequiel está solo en su casa porque los padres y su hermanita han salido de viaje. Es un pibe que está definiendo su sexualidad y la posibilidad de quedarse solo constituye un aliciente. A pesar de que la película no cae en el lugar común de la invalidación de la familia como órgano opresivo, siempre está ese espacio sagrado en el que el protagonista buscará la privacidad necesaria para dar rienda suelta al deseo. Felipe es un amigo que se quedará con él esa tarde y Ezequiel comenzará su búsqueda a través de la mirada, situación que Berger domina como pocos, enfocando y desenfocando los cuerpos, trabajando sobre el hábito de la espera, de la expectativa dibujada en el rostro del chico, que tiene ganas y miedo al mismo tiempo. En esa duda se juega gran parte del tiempo en El cazador y se enriquece cada plano. Ezequiel le dice a Felipe “estoy al palo” mientras miran una Playboy. Por supuesto, en el terreno del deseo, siempre hay una dimensión implícita y un lenguaje que es solo la punta del iceberg. “¿Nos hacemos unas pajas?” agrega Ezequiel cuando ya ha agotado las posibilidades de explorar con la mirada a su amigo toda esa tarde. La negativa de Felipe produce un dejo de tristeza. Es un momento que se sostiene gracias a la cara y a los gestos contenidos del joven Juan Pablo Cestaro (excelente). También Felipe, lejos de repudiar el pedido de su amigo, le pide disculpas con genuina resignación (¿no quiso, no se atrevió?). Felipe es una versión sincera y amable de quienes rechazan un lance. Posteriormente en el baño del colegio un flaco le advertirá a Ezequiel que se deje de relojear y lo hace de malos modos.

El mundo sigue y Ezequiel continúa buscando. Y un lugar posible es una pista de skaters. En los bordes, al mismo tiempo que el resto demuestra las habilidades, hay chicos que miran. ¿Es la mirada que nos conduce a una instancia de deseo primitivo? ¿Es la mirada de los animales cazadores devenidos en humanos deseantes? En esta escena se juntan los tres vértices de un triángulo que irá cobrando forma a partir de un ejercicio de montaje preciso que ratifica, una vez más, la pericia narrativa (y no solo el ojo) de Berger. Allí están Juancito, un pibe de catorce años y que tendrá un protagonismo en la segunda parte, y el Mono. Con el Mono, Ezequiel tranza y se van a su casa, que se transforma en una especie de paraíso, no solo por las comodidades materiales sino por tener la libertad de moverse y hacer lo que quieran. No obstante, más allá de que se hayan acostado (lo cual queda fuera de campo), Berger elige continuar trabajando sobre ciertas tensiones en ese juego de escrutar con la mirada y evaluar la reacción del otro, del Mono, de quien no sabemos hasta qué punto se banca la situación y la relación. Dentro de las sutiles simetrías que la película propone, habrá dos momentos iguales en que determinados personajes rompen la tensión erótica (¿el miedo?) para comer o tomar algo (el mismo Ezequiel lo hará sin ir más lejos). Estas duplicidades, además, se confirman en un plano extraordinario posterior, construido a partir del reflejo en una ventana (el Bergman de Persona asoma por allí). La manera en que Berger añade piezas a la trama, con el arte de lo imperceptible, añade capas inesperadas y decisivas, entre ellas, la aparición del Chino, un familiar del Mono que los invita a su casa para que pasen el día. La inclusión de este personaje abrirá aristas argumentales que no es necesario develar acá, pero tienen consecuencias dentro de la lógica de la película, en tanto y en cuanto el deseo, esa figura que se volatiliza y adquiere nuevas formas, ahora también se desplaza hacia otros destinatarios, incluyendo el peligro. Parece conectarse El cazador, en este sentido, con otra maravillosa película, El desconocido del lago, de Alain Guiraudie, donde deseo/misterio/pulsión movilizan a sus criaturas a un horizonte indefinido de búsquedas, más allá de la razón.

Y es en este tramo donde la otra tensión, más relacionada con los miedos ancestrales, se hace presente y es reforzada por la potente banda sonora. La búsqueda de Ezequiel ahora se abre a otros misterios que involucran al Mono, al Chino y a ese otro personaje extraordinario que es Juancito (un hallazgo), un adolescente que pide cigarrillos para calmar su deseo y que entrará en la lógica de cazadores/cazados. A esta altura ya se ha establecido una red de vínculos, un extraño mundo en el que también la oscuridad (recordar al escena inicial) gobierna. No obstante, la búsqueda continúa, el deseo nunca se apaga. Lo que define a un cineasta no es un tema sino una mirada. Berger hace rato la tiene.