El buen amigo gigante

Crítica de Fernando Sandro - El Espectador Avezado

Roald Dahl es uno de los escritores infantiles, cuyas adaptaciones al cine, mejor han sido plasmadas; Matilda, La Maldición de las Brujas, James y el Durazno Gigante, y las dos (bien diferentes) versiones de Charlie y La Fábrica de Chocolate son prueba de ello.
Esta vez, es un libro suyo escrito en 1982, conocido por acá como El Gigante Bonachón, que ya había sido llevado a la pantalla – televisiva – en 1989 en un injustamente olvidado film animado dirigido por Brian Cosgrove.
Ahora la batuta recayó en mano de uno de los directores más influyentes de los últimos cuarenta años, Steven Spielberg. El resultado, de un gran narrador y un gran realizador, queda a la vista en El Buen Amigo Gigante.
Sophie (Ruby Barnhill) es una huérfana que vive en un oscuro orfanato londinense. Por las noches, las calles de la ciudad son visitadas por el gigante que transporta los sueños logrando que nadie note su presencia.
Una serie de accidentes y tropiezos, llevan a que Sophie termine descubriendo cara a cara la existencia del gigante, quien se verá obligado a secuestrar a la pequeña para que no divulgue su secreto, y la lleva hasta su tierra.
Una vez allí, el BAG (o Buen Amigo Gigante, como se autodenomina) deberá ocultarla de los otros gigantes, que no son ni tan amistosos ni tan nobles como él.
Es posible que BFG, como es globalmente conocido, no sea el relato más inspirado de Dahl, su desarrollo es casi lineal y apunta a un público bien pequeño. Sin embargo, todos los ingredientes que lo hicieron famoso se encuentran ahí. El toque retorcido de oscuridad tamizado con algo de inocencia, la mirada al mundo adulto desde los ojos de la infancia y algún adulto aniñado, y la permanente ubicación en ese período de crecimiento entre la infancia y la pre adolescencia.
También encontramos en el film todo lo que hizo de Spielberg un indiscutido en el mundo del entretenimiento made in Hollywood. El sentido de la aventura permanente y el mundo o misterio por descubrir, los personajes que persiguen fines nobles, el ritmo constante que ni decae ni se apresura, y cierto sentido del humor filtrado en medio de algo de oscuridad.
Los puntos en común entre el autor y el director son varios y aquí quedan traslucidos con ayuda del guion de la experta y recientemente fallecida (la película está dedicada su memoria) Melissa Matheson.
Con dos segmentos bien diferenciados entre la primera y segunda hora, el cuento (que en definitiva eso es), no se apresura, se toma el tiempo para que la niña y esta especie de anciano de 24 pies de altura, se conozcan, se desafíen, y descubran el porqué del ¿nombre? ¿apodo? del gigante. Para luego sí, pasar a un tramo de aventura que los llevará de regreso a Londres, al Palacio de Buckingham, y a la debida batalla. Esta segunda etapa resulta mejor definida en el conjunto gracias a un mejor aporte de la comicidad y un timing más ágil y aceitado.
Todo es inocente en el mundo de BAG, aun cuando las imágenes se tornen oscuras, los niños (el público al que está apuntada) se identifican con la curiosidad y la valentía de Sophie, un pesonaje desbordante de carisma que encuentra en Barnhill una simpática intérprete.
Pasará un buen tramo hasta que podamos ver a otro humano, en el medio, es casi una obra de dos personajes, una humana y un mundo definido por una animación digital que no busca ser realista, y de este modo sale bien parada. Si bien está plagada de detalles, y el avance en la creación de personajes (sobre todo en lo que siempre era un punto flojo, los ojos) es notorio, el hecho de todo parezca algo caricaturesco nos hace recordar que estamos en un cuento, uno de Roald Dahl, y estas podrían ser las ilustraciones libro.
En esa simbiosis de casi una hora en donde hay un humano en medio de un ambiente digital, no solo el 3D se potencia, sino que la amalgama es muy cómoda y no se siente impostada, puesta por encima.
Las piezas son las correctas y los artífices son los adecuados. El BAG quizás sea una película menor y de pretensiones más bien medidas, pero que encuentra en su tono amable un gesto que al espectador caerá como encantador. Hay gracia, hay risas y carcajadas, y una sonrisa que se mantiene permanente. Allí donde el relato parece decaer y tornarse algo monótono, aparece la mano de un gran creador como Spielberg para recordarnos por qué se ganó ese merecido título. De seguro, en manos de cualquier otro realizador hablaríamos de otros resultados.