El árbol de la vida

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

El hombre y su circunstancia

Debate filosófico sobre nuestro lugar en el universo.

No hay ni muchas películas como El árbol de la vida ni cineastas como Terrence Malick que se pongan a filosofar sobre el sentido de la vida, el lugar del hombre en el universo y que lo hagan con un elenco encabezado por Brad Pitt y Sean Penn. No abundan realizadores que se dispongan a construir un relato en el que los intérpretes, se llamen como se llamen y tengan el capital de atraer público por su solo nombre, sean casi secundarios a la hora de hacer el balance concluida la proyección del filme.

Sí hay directores que son capaces de dividir opiniones, y el realizador de Días de gloria y La delgada línea roja lo ha hecho como nunca antes en su valiosísima pero corta filmografía. Uno puede extasiarse con la capacidad visual exhibida, ya sea en la paleta de colores de la Texas de los años ’50 de la familia O’Brien, de la naturaleza o el cosmos, y comprender cómo estas últimas encastran en las anteriores. O no.

El árbol de la vida casi no permite que el espectador no tome posición.

Malick parece decirnos que la vida de cada ser humano es ínfima dentro del universo, pero también que vale la pena disfrutarla, o al menos atreverse, se enfrente al escollo que sea. Los O’Brien (papá, Pitt; mamá, Jessica Chastain; y sus tres hijos –Jack, cuando sea mayor, Sean Penn, que bramó por lo poco que quedó de su trabajo en la edición final-) tienen que salir adelante ante la muerte de uno de los niños. Las visiones aquí también se contraponen. El padre es rudo con todos, la madre es la más componedora, y religiosa –pregunta al Cielo qué ha hecho ella para merecer la pérdida de un hijo, y recibe de respuesta que al menos le quedan otros dos-. Y Malick puede ser igualmente retórico, mostrando imágenes del origen de la Tierra o en un arroyo (el mismo en el que jugarán los O’Brien) en cuyas orillas un saurio le perdona la vida a otro.

Los significados de tanta aglomeración visual –Malick contó con Douglas Trumbull en los efectos especiales, y su trabajo es tan magnificente que lo que se ve parece “real”- hacen que el espectador se extasíe o se aburra. Porque esas escenas entre cósmicas y alegóricas no son un paréntesis en la historia de los O’Brien, sino que la integran. ¿O caso Jack no vive en el presente en un mundo tecnificado, en el que se lo adivina exitoso, pero vacío? No es difícil sentir empatía por los chicos en ese hogar, que están despertando a la vida y se pregunatn quiénes son.

Penn tiene derecho a protestar, porque así como quedó el filme, sus apariciones coinciden con los momentos menos logrados de la realización, otra rareza dentro del todo. No es un relato lineal, lo desestructurado forma parte de un todo y de una reflexión más espiritual y religiosa que lógica. El debate que abre Malick va de la evolución del universo a la involución humana.

Impecables, como suelen ser los rubros técnicos en las producciones de Malick, emparentar a El árbol de la vida con 2001, Odisea del espacio o Koyaanisqatsi será reducir nuestra capacidad de asombro o de meditar, sea cual sea la ideología que uno tenga. Y así como con otras películas, sean del género que fuesen, uno siente que las termina en su cabeza, durante las horas o los días posteriores a su visión. Es un filme tan ambicioso como valiente a la vez.