El abrazo de la serpiente

Crítica de Paraná Sendrós - Ámbito Financiero

Imponente travesía por la selva y por culturas diferentes

Singular, imponente, de imágenes hermosas y exposición maliciosa, esta obra colombo-venezo-argentina sorprende por su factura, su producción en medio de la selva, y también por lo que cuenta. Se merece con toda justicia los premios que viene recibiendo, desde Cannes hasta la actual nominación al Oscar para Mejor Film Extranjero. Ad Majorem Dei Gloriam, parte del mérito le pertenece a productores y técnicos argentinos.

Su autor es el colombiano Ciro Guerra, que con éste lleva tres relatos de viajes. "La sombra del caminante" plantea la relación de dos seres antagónicos que transitan por Bogotá. "Los viajes del viento", la de unos acordeonistas de la costa caribeña, historia emparentada con la leyenda de Santos Vega y su payada con el Diablo. Ahora, en "El abrazo de la serpiente", imagina las exploraciones de dos científicos (uno hacia 1905, otro por 1941) y un chamán que los ayuda y los cuestiona, adentrándose en los misterios de la selva amazónica. El encuentro de culturas, los resabios amargos de la destrucción, la pérdida de conocimientos ancestrales, el paulatino silencio de los dioses, el difícil entendimiento, son algunos de los varios temas que aquí se exponen.

Una frase, tomada del diario de un explorador, nos pone en clima: "No me es posible saber si ya la infinita selva ha iniciado en mí el proceso que ha llevado a tantos otros a la locura total e irremediable". La idea nace precisamente de los diarios de Richard Evans Schultes y Theodor Koch-Grünberg, a quien acá se rebautiza Von Martius. Otra frase nos despide, explicando que solo gracias a esas páginas hoy podemos saber aunque sea algo sobre muchas culturas indígenas definitivamente perdidas. De hecho, Evans Schultes fue un enorme difusor y defensor del conocimiento indígena, especialmente el relacionado con las plantas curativas y alucinógenas.

Por ahí, por la búsqueda de una planta sagrada, va la intriga argumental, que impone largos viajes en canoa por los ríos oscuros, entre la densa vegetación bajo cielos encapotados, mientras gente poco confiable aguarda en las orillas, hasta llegar a unos cerros empinados, precámbricos, los Mavecure, donde acaso esté el último ejemplar de esa planta en el mundo.

Como suele ocurrir, lo más interesante está en el viaje. Las discusiones entre el chamán, con su pensamiento mágico, y el estudioso blanco que siempre termina como un imbécil. El encuentro con una tribu de ladrones felices, o un dominico que se volvió loco, dejando un montón de brutos alienados que se vuelven peores que él. Y, más terrible, un ataque de los caucheros para llevarse indios esclavos a sus plantaciones. Eso es cierto. Las bestialidades de los caucheros peruanos y colombianos sobre los indios fueron tan espantosas como aquí se muestra, y aún peores. Las enumeró José Eustasio Rivera en sus informes, y en "La vorágine", su tremenda novela. Hay algo de Rivera en esta historia, y de Herzog, más que de esos dos exploradores que dejaron sus diarios (y uno de ellos dejó también sus huesos).

A veces la historia cae en recursos discutibles, hilaciones deshilvanadas o ideologismos fáciles. Pero aún así es atrapante. Un acierto, la fotografía en blanco y negro tal como sacaban aquellos viajeros, sorprendiendo luego con una parte en colores para ilustrar otra clase de viaje (recurso ya antes aplicado por Pablo César en "Los dioses de agua"). Y otro acierto mayor, la actuación de auténticos indios, encabezados por don Antonio Bolívar Yangiama, que presentó la película en el Festival de Mar del Plata. Dato curioso: la obra está mayormente hablada en cubeo, tikuna, huitoto y español. Sólo como brochazos, algo de portuñol, alemán y latín. Fotografía de David Gallego. Postproducción en Cinecolor de acá, de calle Humboldt paralela a Bonpland ("todo tiene que ver con todo": Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland fueron los primeros científicos blancos que recorrieron esos lares).