Dulces sueños

Crítica de Guillermo Colantonio - Fancinema

ANTES DE LA TORMENTA

Tal vez sean ciertos gestos estéticos, algunas frases y un par de escenas las que mejor resalten el centro neurálgico del cine de Bellocchio, aquel parricida que se despachó a una tradición gigante con la demoledora I pugni in tasca en 1965. No es la historia lo que prima sino la capacidad que tiene el director para cazar planos maravillosos, armar secuencias de tonos encontrados y ofrecer desbordes propios de quien concibe la vida operísticamente. Pocos tipos han sabido ofrecer una poética donde la locura, la política y el psicoanálisis convivan en una mirada desaforada, trabajada en un campo de tensión permanente entre silencios y gritos, ejercicio que también se traslada a la forma en que musicaliza la mayoría de los grandes momentos en su cine. Basta pasear los ojos por los créditos finales de Dulces sueños, aguzar los oídos y comprobar cómo de una tenue melodía clásica pasamos sin aviso a una canción pop. O amar esa notable secuencia en la que el niño protagonista acude a la casa de su amigo y a medida que sube la escalera, el silencio de sepulcro burgués es interrumpido por Highway star de Deep Purple, para terminar en un encuentro edípico sumido en una atmósfera de erotismo. Así es la vida para Bellocchio: un vaivén operístico en medio de una arritmia narrativa. Lo que importa es el tono, la búsqueda de ese lapso de tiempo y espacio donde los desbordes anímicos propios del melo arriman a los personajes a la cornisa del abismo. Y cuando una criatura en sus películas dice “Su corazón no resistió” o “Me va a explotar el corazón”, nunca hay que tomar tales sentencias con un único sentido.

El último film del irreverente realizador es, entre otras cosas, sobre el dolor. Una primera cadena de acciones breves confirma una idea y tres estados: el poderoso vínculo entre una madre y su hijo de nueve años, Massimo; la euforia, el miedo y la tristeza. Luego, la pesadilla del suicidio y una pérdida que el personaje cargará durante toda su vida sin que se la nombren como se debe. Las últimas palabras de la madre (que dan origen al título) preparan el terreno somnoliento en el que se sumerge el itinerario del chico que se hace adulto para volver a ser joven (la estructura se arma a partir de un ida y vuelta por determinados años, que también marcan sutilmente los cambios de Italia). Massimo apenas puede reír y la experiencia de temprana orfandad la vive como vacío, como pánico (que se materializa en ataques) y apenas es tapada con una escritura que obedece al compromiso laboral y a una pasión impuesta por el fútbol. Los trabajos que lleva a cabo como periodista son eslabones arbitrarios que suplen el dolor, que lo mantienen espectralmente en el mundo, incluida la relación con una bella enfermera, porque en su rostro y en su cuerpo se inscribe la desdicha (ese don, como diría Borges, que hace posible nada menos que la tragedia; en un segmento, Massimo visita a un posible candidato para una entrevista que termina matándose luego de haber dicho “mire, un hombre feliz no hará nada interesante en su vida”) y la necesidad de encontrar la verdad sobre los motivos de la muerte de su madre. Toda la energía border del niño desplegada en la primera hora del film se va extinguiendo en un mar de melancolía. No obstante, tipos como Bellocchio son capaces de no empantanarse y salir con imágenes en las que una marcha en un boliche con la música al palo es acompañada con Nosferatu de Murnau de fondo. Y si la vida se siente operísticamente, esto es algo que su cine rescata con los contrastes mencionados. Mientras tanto, sus películas transcurren y pueden verse/sentirse como sus personajes que miran a través de las ventanas cielos estrellados o caídas de nieve, hasta que irrumpe algún huracán de signos.