Dulces sueños

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

El cine de Marco Bellocchio despliega una combinación particularmente fluida de elementos heterogéneos: la realidad y el mundo onírico, la reconstrucción y el material de archivo, la edición alternada entre varias épocas y las sutiles conexiones internas. El evidente clasicismo de Dulces sueños se aparta de la energía transgresora de sus mejores películas, pero bajo su apariencia consensual yace una crítica a la obscenidad de las imágenes dominantes. La película cuenta la historia de Massimo, desde finales de los sesenta hasta el comienzo del nuevo siglo: un niño traumatizado por la muerte de su madre que se convierte en periodista deportivo y luego en reportero gráfico. La familia y la figura materna son el centro de una sociedad italiana que funciona como una suerte de prisión mental y emocional que va desde la iglesia hasta la televisión. En la extraordinaria filmografía de Bellocchio, la madre como misterio y ausencia está presente desde la genial I pugni in tasca. Cincuenta años más tarde, esta elegía desgarradora sobre la imposibilidad del duelo sigue removiendo el territorio del inconsciente individual y colectivo para confirmar que algunas heridas resisten el paso del tiempo.

La película está escrita desde el dolor que hace volver a la conciencia del héroe fragmentos de su pasado. El protagonista, caprichoso y melancólico, está afectado por un sufrimiento del que sólo conoce parcialmente la causa. La dificultad para superar el duelo de la infancia trasciende el conocimiento y el amor. El diálogo con el sacerdote profesor de ciencia o el encuentro amoroso con la doctora no habilitan la liberación del protagonista. Los mejores momentos de la película aparecen cuando Bellocchio rompe la lógica del relato clásico mezclando el fantasma de Belfegor, un villano de una serie italiana de los sesenta, con una actuación televisiva de Raffaella Carrá. Un montaje en el transcurso del tiempo con rimas visuales, ecos y resonancias capaces de conectar un salto desde el trampolín con un busto de Napoleón arrojado por la ventana. Con la gracia de los encuadres, la precisión de las elipsis, la intensidad de un rostro en un claroscuro, el juego con la nitidez en el interior de un plano o la suspensión del relato en un cuarto vacío, Bellocchio se reafirma como un autor con una de las obras más consecuentes y fascinantes de la historia del cine.