Dragon Ball Z: La batalla de los Dioses

Crítica de Benjamín Harguindey - EscribiendoCine

Por debajo de 9000

¿Pueden creer que Dragon Ball Z, el anime, terminó hace 17 años? Y sin embargo aquí tenemos Dragon Ball Z. La batalla de los Dioses (Doragon Boru Zetto Kami to Kami, 2013), como si no hubiera pasado ni un día desde entonces. Los personajes no han envejecido, Mario Castañeda y René García continúan doblando las voces de Goku y Vegeta, y el autor del manga original Akira Toriyama supervisó la película. ¿Cuánto más puede pedir un fan, considerando que nadie pidió ni vio venir la película en primer lugar? Es el proverbial caballo regalado.

Para empezar, puede pedir una buena película. Lo cual Dragon Ball Z. La batalla de los Dioses no lo es. Es un epílogo de 89 minutos a una serie que duró una década y le sobran los epílogos. No quita ni agrega nada, no posee ninguna ambición, empieza antes de que se den cuenta y termina antes de que se den cuenta que empezó. Es el tipo de entretenimiento inconsecuente que sólo quiere conciliarse con el espectador fanático, que estará más que satisfecho con encontrarse que nada ha cambiado desde su infancia. Los demás se verán alienados y anonadados por la insensatez de la trama.

La trama: Bills, el Dios de la Destrucción (suerte de Anubis intergaláctico) despierta de un largo sueño y oye de la muerte de uno de sus más feroces vasallos (la muerte de Freezer es el primero de varios flashbacks silentes que nos remiten a los momentos más emblemáticos de la serie). El responsable es Goku, el protagonista de Dragon Ball. No necesita introducción ni recibe una, pero cortando esquinas: es un Superman adoptado por la Tierra como su mesías y salvador contra las incontables amenazas extraterrestres que intentan destruirla como una afirmación de poder.

Bills no puede creer la hazaña y viaja personalmente a comprobar el poder de Goku, que se transforma en Súper Saiyajin Fase 3 pero es derrotado en 2 golpes. Decepcionado, Bills viaja a la Tierra en busca del legendario Dios Saiyajin, porque la única ambición de Bills en la vida, cuando no está destruyendo mundos, es pasar un buen rato peleando con un rival digno. Y a Goku en poder le sigue Vegeta, su compatriota, que se encuentra festejando el cumpleaños de Bulma, su mujer, donde está reunido el elenco entero de Dragon Ball. Vegeta hace todo lo posible para entretener a Bills y ganar tiempo, así que canta karaoke, mientras el Emperador Pilaf y sus acólitos se escabullen buscando las epónimas Esferas del Dragón, que otorgan cualquier deseo a quien las junte, aunque por algún motivo Bulma las está rifando en un bingo, y Bills baila break-dance y…

… y la trama se desenvuelve caprichosamente, con más énfasis en el humor pueril y la histeria de personajes en situaciones histéricas que en la acción, de la cual hay muy poca, sorpresivamente. Es más fiel a los principios de la serie, que iba más por el humor sonso y las aventuras bizarras, que a la fase más cargada de testosterona, en la que bandas de musculosos hombres se enfrentarían bajo el sol del desierto jadeantes y sudorosos, alejados de las mujeres, ansiosos por “medir el poder” de cada uno y penetrarse mutuamente con rayos de energía. El latente homoeroticismo sadomasoquista de la serie se hace aquí palpable en la escena en que Goku yace boca arriba luego de recibir la golpiza de su vida y suspira extasiado “Eso estuvo increíble”.

En fin, la película vale su peso en nostalgia, chistes vergonzosos y la inagotablemente simpática energía de sus personajes atrapados en este lío incomprensible de escenas que no van a ningún lado. Es la coda no sólo de una serie, sino de la infancia de toda una generación. Tiene el encanto de un álbum fotográfico, y efectivamente, la mejor parte de la película es ver pasar hoja por hoja los 42 tomos del manga original al son de Cha-La Head-Cha-La. Aún si la película no se lo merece.