Dos días, una noche

Crítica de Hugo Fernando Sánchez - Tiempo Argentino

Avatares de la clase trabajadora del primer mundo

Sandra (Marion Cotillard) trabaja en una pequeña empresa de paneles solares, nada la distingue del resto de sus compañeros salvo que estuvo de licencia por una depresión.
En su ausencia, el resto de los obreros trabajaron horas extras para suplir su ausencia y la firma cayó en la cuenta de que podía prescindir de sus servicios. Pero para desembarazarse de Sandra, el directorio les propone a los 16 empleados restantes que voten si optan por aceptar un bono de mil euros y seguir trabajando a destajo o prescindir del dinero y así su compañera podrá conservar el empleo. Es viernes y la perversa votación se va a realizar el lunes, así que Sandra tiene apenas el fin de semana para convencer a sus colegas para que voten por ella.
Dos días, una noche finalmente llega a la cartelera local después de presentarse en la competencia oficial del Festival de Cannes del año pasado, en donde parte de la prensa sentenció que la película era otro fresco de los Dardenne sobre el capitalismo y no mucho más.
Lo cierto es que más allá de que los hermanos belgas nuevamente abordan el realismo proletario, si se quiere un sinuoso subgénero siempre sujeto a la discusión, sin juzgar a nadie pero con una clara toma de partido, la película en si se ocupa en profundidad de los nuevos interrogantes que se desprenden de las feroces condiciones laborales, que determinan un nuevo escenario en cuestiones como la solidaridad, los lazos personales y el papel de los sindicatos.
En ese sentido el angustioso recorrido de la protagonista por casas de los suburbios, canchas de fútbol, talleres y hogares en donde las cosas no van demasiado bien, es una aproximación bastante precisa del estado de situación de la clase trabajadora del primer mundo, dando cuenta que esa denominación también está sujeta a revisión. Pero sobre todo, la épica de Sandra se confronta una y otra vez con la de otros desgraciados, sin villanos, algunos derrotados, otros tratando de hacer lo correcto y todos con necesidades, atendibles, tan chiquitas como enormes en su lucha cotidiana.
Y está la puesta, tensa, con una cámara siempre encima de Marion Cotillard, una actriz famosa que pone el cuerpo para ser otra. "No existo, no soy nada" dice su personaje en un momento de desesperación y Cotillard logra lo que parece imposible sin forzar el verosímil, transitar de manera natural el pasaje de estrella global a heroína sin gloria, cuyo mayor triunfo será, en el mejor de los casos, conservar el empleo.