Django sin cadenas

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

Dos esclavos con gloria

Por segunda vez Quentin Tarantino esboza una intersección entre fantasía e historia. El relato de Django sin cadenas transcurre en 1858, tres años antes del estallido de la Guerra Civil. La esclavitud es una práctica abierta y legal; el enriquecimiento mediante la caza de delincuentes a cambio de recompensas es una empresa exitosa.

Todo empieza con la compra de un esclavo: Django (J. Foxx). El nuevo propietario es un dentista alemán, el Dr. Schultz (C. Waltz), dedicado a matar bandidos en nombre de la ley para cobrar la recompensa. Su inglés puede ser mejor que el de los reos caucásicos que pueblan la nación en ciernes, pero sus buenos modales no lo distancian demasiado de los estadounidenses; sin duda es un personaje simpático, en ocasiones magnánimo, pero no menos codicioso que los cretinos que irán desfilando en el filme.

Ambos, en un principio amo y esclavo, luego socios, y más tarde quizá amigos, dispararán contra varios hombres buscados, pero habrá más: Django quiere recuperar a su esposa, propiedad de Calvin Candie. Liberarla no será fácil, y Schultz lo ayudará.

Las interpretaciones y los diálogos son magníficos. Foxx y DiCaprio están perfectos, pero los trabajos de Waltz y Samuel L. Jackson son memorables en su extrema teatralidad lúdica. Jackson es el mayordomo de Calvin, un negro que detesta a los negros más que a su propio amo, a quien ama infinitamente. Se trata de un toque siniestro, casi repugnante, ya anunciado por dos secuencias de una violencia extrema: varios perros despedazando a un esclavo y dos esclavos obligados a luchar a muerte ante Calvin y algunos amigos. En los dos pasajes la violencia no es gratuita, y sus modos y tiempos de exposición son precisos.

Los pasajes cómicos están al principio; uno de ellos involucra un fallido ataque contra Schultz y Django por parte de una horda de blancos que anticipan la estética Ku Klux Klan. La ridiculización de la pandilla termina con un disparo en fuera de campo a su líder mientras una tenue lluvia de sangre sobre un caballo blanco es casi del orden de lo sublime.

Como en sus tres filmes anteriores, el tema es la venganza, un emoción primitiva y preferencial en el imaginario de Tarantino. Por eso los 35 minutos finales constituyen un festín sangriento interminable. En la escena de los perros, mientras Schultz se horroriza, Django le dice al sádico Calvin que él está "más acostumbrado a la violencia de los americanos". El problema está en que todos nosotros también estamos acostumbrados a la violencia de Tarantino, el síntoma excepcional de una cultura cuyo fetichismo por la pólvora y fijación por las masacres resultan casi un imperativo religioso y un pasatiempo.