Django sin cadenas

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Spaghetti all’americana

En la teoría de José Pablo Feinmann sobre el western “Made in USA”, el relato es un momento congelado en el proceso del pasaje de la “barbarie” a la “civilización”. La historia paradigmática en esta teoría es la que enfrenta al “vaquero bueno” (que lucha por el futuro, los granjeros, aun sabiendo cual Moisés que le está vedado ese futuro, que él pertenece al pasado) con el “vaquero malo” (que busca preservar el mundo de los ganaderos, sin vías ni rutas, y sin más autoridad ni ley que el revólver más rápido).

Podríamos pensar una teoría propia para el spaghetti western: como ese mundo no es parte de su pasado reciente, de algunas generaciones atrás (Tom Mix, el primer vaquero del cine, fue vaquero en serio), para los italianos “el Oeste” es un territorio de la imaginación, eterno en el tiempo, como un mundo de épica fantástica. En ese mundo circulan cazarrecompensas y justicieros solitarios, que se enfrentan a rancheros y salteadores.

Si John Ford es el emblema americano y el Duque John Wayne su fetiche, Sergio Leone es el de los italianos, con el “yankie prestado” Clint Eastwood como estandarte. La retroalimentación de Leone con Akira Kurosawa (¿quién filmó primero un duelo desde la entrepierna de los contrincantes?) fue capital en la formación de Quentin Tarantino, que la plasmó en “Kill Bill”: esos duelos demorados, con música silbada...

Pero fue Sergio Corbucci con el protagónico de Franco Nero quien hizo la “Django” de 1966, un clásico del spaghetti western, con su héroe arrastrando un ataúd. De allí tomó el nombre Tarantino para su nueva realización, un punto de inflexión para la idea de western.

Cruza de vertientes

Porque lo que hace el peculiar director es unificar las dos escuelas del género: construye la historia de un esclavo liberto por un raro cazarrecompensas alemán, el “dentista” King Schultz, que se asocia con éste para una misión y luego para rescatar a su esposa todavía esclava. Todo esto en Texas y Mississipi, en las vísperas de la Guerra Civil (las cosas del cine hacen casi coincidir el estreno de “Django” con el de “Lincoln”). Así que ahí está la “foto fija”, que preanuncia el indetenible fin de la esclavitud y las plantaciones como la Tara de “Lo que el viento se llevó”: la lucha individual de Django vendría a ser el anticipo del fin de una economía basada en la explotación del hombre por el hombre (o en una forma arcaica de ella, diría el buen Marx).

Para completar ese lado, allí están los vastos paisajes de la América feraz, con sus horizontes corridos del medio de la pantalla como mandaba Ford; y los planos generales que muestran el entorno sólo para mostrar el escenario de la acción y luego irse acercando a las figuras humanas.

Pero la “sangre italiana” aporta lo suyo: el héroe solitario que viene a enfrentarse a un poderoso, el pistolero infalible, las duplas desparejas, la princesa que hay que rescatar como en un cuento: no casualmente la esposa del justiciero negro se llama Broomhilda.

Por el lado estético: está el tema del argentino Luis Enríquez Bacalov de la “Django” original, muchas melodías silbadas, e incluso un tema compuesto por el mismísimo Ennio Morricone (el patriarca de las bandas sonoras del spaghetti western) junto a Elisa Toffoli, “Ancora qui”, cantado en italiano por esta última. También están las tipografías de los créditos, y desde las primeras escenas esos terrones de roca más propios de la Almería española donde filmaban los “tanos” que del sur de Estados Unidos. Un fino trabajo de fotografía mimetiza ambas estéticas con buenos resultados.

Tarantino explota su estilo personalísimo en la violencia descarnada, fiel a su idea de que el cuerpo humano tiene al menos 30 litros de sangre. Nadie ahorra balas ni sadismo, ni siquiera los paladines. Los últimos 40 minutos son de antología, con un regodeo por la sangre, los balazos, la dinamita y el sufrimiento. Haciendo honor a nuestros abuelos, fanáticos de “los convoys”, estamos realmente ante “una de tiros”.

Y para veneno de Spike Lee (quien criticó el tratamiento de la esclavitud), se permite la incorrección política de reírse de la gestación de las máscaras del Ku Klux Klan.

Elenco estelar

Al carismático y durísimo Jamie Foxx como el protagonista se le suma el siempre solvente Christoph Waltz como Schultz, un bizarro alemán hecho a su medida. Kerry Washington se suma como la sufrida Broomhilda, bonita a pesar de los latigazos y los hierros al rojo.

Por el otro lado, se luce Leonardo DiCaprio como el esclavista Calvin Candie, dueño de la plantación de algodón Candyland. Pero el verdadero genio del mal está en Stephen, el mayordomo negro que tortura a su etnia, perfectamente detestable en la interpretación de Samuel L. Jackson.

Siguendo el gusto del director por rescatar viejas figuras, se destaca un irreconocible Don Johnson como el esclavista Big Daddy, precursor de la razzias contra los negros, y Bruce Dern como el viejo Carrucan, antiguo dueño de la parejita romántica. Franco Nero, el Django original, tiene una escena y una charla de antología, sobre la pronunciación del nombre Django.

Después, siguen los nombres: James Remar, Michael Parks, los medio hermanos Robert Carradine y Michael Bowen; y si no fuera por los créditos no se nos ocurriría buscar al veterano Russ Tamblyn y a su hija, la excepcional actriz y escritora Amber Tamblyn. Y siguen firmas...

La crítica siempre busca el canto del cisne del western: puede que este sea, puede que no. Pero repetimos: es el punto de encuentro entre dos vertientes míticas. Y quizás demuestre que el género tiene cosas para dar todavía. O que al menos todavía está bueno ir a ver “una de convoys”, donde el chico bueno puede exterminar a una banda de pistoleros, quedarse con la chica linda y pitar lentamente un cigarrillo, con guitarras y silbidos de fondo.