Django sin cadenas

Crítica de Felipe Quiroga - CiNerd

¡LIBERTAD, LIBERTAD, LIBERTAD!

En su nuevo film, Quentin Tarantino deja en claro que la libertad se paga con litros y litros de sangre, que mancha las paredes como si fuera salsa de spaghetti. El director muestra, sin restricciones, toda la crueldad de la que es capaz el ser humano. Y de paso, claro, homenaje a uno de los géneros que más lo influyó en su carrera: el western. Sin embargo, la película no es sólo cabalgatas y tiroteos. Hay, también, una puesta en escena con momentos casi líricos (plantas de algodón salpicadas de rojo), grandes secuencias de humor (la discusión de los encapuchados hace reír hasta las lágrimas), escenas construidas con paciencia en base a diálogos afiladísimos y, principalmente, un grupo de actores que brilla con sus interpretaciones. Pero hay uno que sobresale, por naturalidad y carisma, y ese es sin dudas Christoph Waltz en el papel de King Shultz, un cazarrecompensas alemán que sorprende con su manera tan formal de hablar y con su capacidad para mostrarse -casi siempre- en control de la situación. Es este hombre de barba canosa y vestimenta gris quien una noche fría, en medio de un bosque, se presenta ante dos traficantes de esclavos y les ofrece realizar una transacción. Sucede que Schultz necesita ayuda para capturar a tres hermanos y el único que los conoce de aspecto es ese esclavo a quien busca, uno cuyo nombre empieza con una D que no se pronuncia: Django (Jamie Foxx). Los bandidos se niegan a realizar el negocio y Schultz, con una habilidad asombrosa, les paga con balas certeras. Una vez que Django queda libre de sus cadenas, se une al alemán en el negocio de la cacería de recompensas.
Cuando la particular dupla llega cabalgando a un pueblo, todos los habitantes quedan asombrados: es que nunca habían visto a “un negro a caballo”. Vale la pena aclarar que la palabra usada en inglés es “nigger”, cuyo sentido es mucho más despectivo que el de “negro”. Así como los pueblerinos, impactados ante lo inconcebible, los espectadores de DJANGO SIN CADENAS atravesarán por varios momentos de sorpresa y horror ante lo que verán a partir de ahí en la pantalla. No deja de ser curioso como, más allá de las exageraciones que caracterizan al cine de Tarantino, la crueldad de los señores sureños hacia sus esclavos sucedió en realidad: los latigazos y las humillaciones no son una hipérbole. Y no hay forma de tratar un tema así sin suavizarlo. El director lo entiende y filma con crudeza, porque esos fueron tiempos crudos.
Y cuando pensábamos que no podíamos ser testigos de más brutalidad, entonces aparece el sádico Calvin Candie (un Leonardo Di Caprio desatado, aunque exagerado y gritón en algunos momentos). Él es un millonario sureño algo loco y fanático de las peleas de esclavos, a quien nuestros héroes se acercan, escondiendo sus identidades, con el objetivo de rescatar a la esposa de Django, Broomhilda (Kerry Washington), quien está cautiva en Candyland, la plantación de Candie. Allí conocerán a Stephen (un inmenso Samuel Jackson), un intimidante anciano que fue esclavo y ahora maltrata a otros negros como si él fuera un blanco. Todos estos personajes confluyen en la mansión de Candie, en donde tiene lugar una escena en el comedor en la que a Tarantino le basta con sus actores y los diálogos para crear una tensión creciente de manera magistral. La resolución, totalmente explosiva, apabulla.
DJANGO SIN CADENAS tiene momentos que se extienden más de la cuenta, en un claro regodeo de Tarantino con sus personajes, con su historia y sus diálogos. Es como si el director se negara a resumir aquí o allá por su ego o por un simple enamoramiento de su propio relato. Parece justo que él decida no limitarse en una película que, más allá de un homenaje, resuena como un impactante grito de libertad.
La película retrata tiempos difíciles y violentos, en la que la mayor batalla, la más heroica, se da en el interior de los personajes: parece imposible que alguien escape de su pasado (se muestra que muchos bandidos intentan llevar vidas normales con nuevas identidades, hasta que Schutlz y Django les dan caza) y de su futuro, ya sea por decisión propia o porque otros los han atado (Candie se pregunta en un momento por qué los negros no se rebelan y matan a los blancos). Pero de vez en cuando aparece alguien que lucha contra todo eso, ese “uno en diez mil”, que entiende que para romper las cadenas de los otros, primero debe romper las suyas.