Django sin cadenas

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Entre hombres

Algo raro tratándose de Tarantino es que en Django sin cadenas haya desperdiciado de manera tan flagrante el único personaje femenino de la película. Se me podrá decir que en realidad no desperdicia nada, que precisamente no hay ningún personaje femenino de relevancia en Django, que su historia transcurre entre hombres, que son ellos los que importan de verdad en la película, y que la única mujer que hay tiene un peso que es menos real que figurado, decide al protagonista a embarcarse en la empresa que le propone ese misterioso cazarrecompensas alemán pero permanece siempre en un plano simbólico. Pero me sigue pareciendo que ese personaje, el de Broomhilda, la mujer perdida del héroe a la que hay que recuperar, insinuaba una fuerza potencial formidable que Tarantino decide extrañamente dejar de lado, lo que es más curioso todavía si se tienen en cuenta las mujeres de armas tomar que habitan algún momento de casi todas sus películas –la excepción es el bofe Perros de la calle– cuando no son directamente sus protagonistas centrales. En la Django de Sergio Corbucci la mujer también podía disparar un rifle sin problemas, y la verdad es que no cuesta mucho imaginársela a Broomhilda en otra película, protagonizando otras escenas posibles: junto a su marido al final, por ejemplo, en medio de una lluvia de balas, con la ropa ensangrentada y los ojos furiosos de miedo, mientras se miran con una ternura que resultaría graciosa y emocionante bajo el tiroteo, cada uno con un arma en la mano y quizá con alguna bala en el cuerpo, o con más de una.

Es que hay una escena en la película que me parece que pone en evidencia ese carácter de empatía absoluta entre los dos fundada en una clase de padecimiento y de humillación prehistórica, oceánica. Es cuando a Django, que se hace pasar por otro tipo, uno que no es del todo él pero tampoco resulta tan diferente, es decir, un hombre que se sobrepuso a sí mismo, que se volvió irreductible, una sola pieza de dolor y olor a pólvora, ese hombre que se transformó en otro, transfigurado, al que en esa hacienda en la que se encuentra de incógnito y disfrazado, le informan dónde está la chica que busca: esa mujer cuyo modesto refinamiento logra sustraerla de los trabajos pesados de la servidumbre y la entrega al placer ajeno como una muñeca exótica. Resulta que la mujer está recluida en un cubículo ínfimo, castigada como una bestia salvaje, una ratonera en la que yace desnuda sin poder incorporarse y en la que apenas consigue moverse: ahí, en el momento en que levantan la tapa, vemos el cuerpo desnudo de la chica hecho un ovillo sobre el que empiezan a tirar baldazos de agua y Tarantino muestra que por lo menos en esa instancia ya ni siquiera es un objeto deseable el que está metido en ese agujero. Esa mujer, de golpe, no es nada sino un pedazo de carne inútil, que solo espera que se la reconstituya un poco, se le apliquen algunos afeites imprescindibles y se la arregle para volver a adquirir un valor de cambio y poder ser empleada de inmediato en la distracción de los visitantes. La escena es estremecedora no solo porque el tipo, cuando ve eso, trata de disimular con todas sus fuerzas lo que siente para no echar a perder el plan –que para Django tiene el rescate de la chica como objetivo principal pero para su socio no–, en un pico de tensión que recuerda poderosamente a la secuencia del bar en el sótano de Bastardos sin gloria, pero también, sobre todo, a aquella en la que la protagonista femenina ocultaba no solo su condición de judía sino de víctima directa de ese coronel alemán que estaba sentado frente a ella comiéndose tranquilamente un strudell.

El impacto emocional de esa escena, en la que Django ve a la mujer que ama convertida en animal por sus opresores, resulta demasiado logrado como para desestimarlo no ahondando en el carácter de identificación visceral en el sufrimiento que de ella se deriva. Pero en la película no hay algo así como una historia paralela de Broomhilda, que persiste apenas como evocación y motor invisible del protagonista, en la que pase de víctima a mujer de acero, trabajada por el dolor y el amor propio como le sucede al protagonista masculino. Django sin cadenas no consigue tener una unidad general de tono como Bastardos sin gloria, o quizá no le interesa tenerlo, de modo que Tarantino, después de algún amague en el que se presentó como narrador, vuelve a su papel de diseñador de secuencias sueltas, de ensamblador de partes robadas con amor y dedicación, de gran soldador de souvenirs de la historia del cine. Nada demasiado grave: sus elecciones más o menos pertinentes, más o menos sorprendentes o simplemente justas, siempre han constituido, después de todo, uno de los motivos de regocijo más perdurables que puede deparar su cine. Death Proof, mientras tanto, la película que acaso lleva hasta el paroxismo la política de retazos del director, sigue siendo su obra maestra.