Días de pesca

Crítica de Diego Batlle - La Nación

Sorín vuelve al Sur

Tras la melancólica y fallida La ventana y la interesante incursión en un oscuro thriller psicológico con El gato desaparece , Carlos Sorín regresa con Días de pesca al universo, al tono, al estilo y a los lugares que más conoce, que más le gustan y que mejor le sientan.

Algunos podrán argumentar -con cierta razón- que Sorín repite aquí algunas búsquedas de El perro y, sobre todo, de Historias mínimas , pero Días de pesca está muy lejos del cálculo o del mero reciclaje: tiene atributo y logros concretos que le permiten alcanzar vuelo propio.

El protagonista de esta tragicomedia es Marco (Alejandro Awada), un viajante de comercio cincuentón que llega a Puerto Deseado con el objetivo de reencontrarse con su hija, Ana (Victoria Almeida), a la que no ve desde hace muchos años, conocer a su nieto y, de paso, para probar suerte en la caza de tiburones. Las cosas no son fáciles para este ex alcohólico del que poco sabremos, pero mucho intuiremos. Sorín prefiere no contar demasiado, pero la sonrisa (mueca triste), la mirada melancólica y el rostro curtido de Marco son suficientes como para comprender que ese hombre carga con una vida de problemas.

En su largo viaje de enredos y (des)encuentros, Marco se irá topando con los típicos y entrañables personajes secundarios que son la marca de autor de Sorín: un entrenador de boxeo y su pupila que llegan para pelear contra una contrincante boliviana, unos delirantes turistas colombianos o el veterano instructor de esos "días de pesca" a los que alude el título. Todos "interpretados", con esa inocencia y empatía inimitables, por no-actores que hacen de sí mismos.

En este sentido, es notable cómo Sorín y Awada (un actor de enorme generosidad y humildad) logran conectar con esos intérpretes no profesionales sin que se noten las costuras, sin que las inevitables diferencias de formación y, claro, de técnica frente a cámara conspiren contra la credibilidad y el resultado final.

Si bien la película no alcanza la intensidad deseada a la hora de trabajar la relación padre-hija y por momentos la música suena demasiado épica para un relato minimalista, el relato jamás pierde el interés. Sorín -un hábil narrador, un artista pudoroso y un observador inteligente- aprovecha junto con su talentoso fotógrafo Julián Apezteguía los despojados paisajes del Sur como contexto perfecto para la desolación interior del protagonista, pero nunca cae en el regodeo pintoresquista. El corazón del cine del director de La película del rey no está en la geografía, ni siquiera en las palabras, sino en los rostros de sus criaturas, en esos gestos que tratan de esconder o al menos de contener unos sentimientos que el espectador termina por adivinar y compartir.