Diagnóstico esperanza

Crítica de Daniel Cholakian - CineramaPlus+

González como Pasolini: Los rostros que no vemos como centro de la representación

Diagnóstico Esperanza es una película que desde historias particulares de personajes diversos abre la puerta al cine en tanto pensamiento sobre el sujeto con sencillez y sin propósito moral. Aun cuando la película interpela al espectador medio desde los personajes y los modos de representación, lejos está de pretender detentar alguna verdad sobre los dolores sociales que organizan la trama.

El relato cruza estas historias, propias o ajenas a la villa, que forman parte de lo cotidiano -siempre oculto- en la vida de sus habitantes. Lo cotidiano, por su propia característica, suele producirse como lo dado, lo posible, lo razonable. El delito, el consumo, la violencia familiar aquí no son anomalías de una sociedad virtuosa sino formas habituales de la producción de la vida de todos los individuos. El dolor es protagonista. Es un dolor profundo que surge a la vez de la propia condición existencial del hombre tanto como de las injustas condiciones sociales. Este gesto narrativo y el modo de representación de los personajes sin dudas relacionan Diagnóstico Esperanza con el cine de Pasolini.

La capacidad de síntesis de González como realizador se despliega desde la primera secuencia de la película. Sin palabras nos enteramos que en el barrio alguien fue asesinado y que el pequeño Alan siente esa muerte con una profunda tristeza. Nadie debe hablar demasiado para explicar cuál es la condición de supervivencia de su familia. Su madre, violenta y protectora, no piensa moralmente el comercio de la droga sino que lo vive como una simple práctica comercial que habilita la manutención de su familia. También vemos a un joven que parece no existir mientras ofrece sus 3×10 en medias. A un cacerolero, empleado que pretende ser lo que no es, que se propone ser parte de un robo -y él sí siente la impronta moral del hecho-. Y a un par de federales que practican un conjunto de prácticas ilegales en las cuales lo único que importa es sostener el “código” entre los implicados.

En la película la noción de delito adquiere una perspectiva interesante ¿Es acaso el delito un universal insoslayable o deviene en tanto existe un Estado presente e incorporado en la subjetividad de cada individuo? La existencia solo nominal del Estado en la villa y su ausencia concreta en la vida cotidiana –o la existencia del Estado solamente como represor- de algún modo producen un cuestionamiento práctico de esa misma noción de delito.

Conceptos similares podrían relacionarse con la invisibilización a la que son sometidos los habitantes de la villa fuera de su lugar ¿Cómo ser el “otro” cuando para una gran parte de la sociedad civil el villero parece inexistente? ¿Cuál es el modo de incorporarse en esa sociedad que no solo lo rechaza y estigmatiza, sino que muchas veces no registra su existencia?

González conoce la villa y por lo tanto no necesita “observar” el espacio ni reconstruir los lenguajes. De ese modo la película puede fluir a través de las pequeñas calles o en las casas sin tener que detenerse a dar cuenta de una situación problemática. Él camina con su cámara el espacio físico y social sin ningún tipo de impostación. Con esa certeza narrativa la mirada se despega de la “fascinación” del entorno villero para indagar en las personas. Es así que los rostros ganan un valor notable en la representación, son la clave para reafirmar esa “existencia” de los individuos que parece ser negada por gran parte de la sociedad. Representar la persona. Representar el sujeto sensible. Darle existencia a través de la identificación del espectador. El rostro y la persona como centro del cine político (que puede rastrearse en Pasolini y también en la notable P3ND3J05 de Raúl Perrone que circula por espacios geográficos, sociales y políticos muy cercanos a Diagnóstico Esperanza).

La película estalla en una dialéctica entre la trama de los hechos –muy fina y precisa- y las imágenes o ciertas escenas situacionales que narran tanto como las historias de los personajes. Un solo plano, el del pequeño Alan haciendo “patito” en una gran charca del barrio, como muchos de nosotros hemos hecho frente al mar o un bello lago del sur argentino, resuelve lo que muchas películas, desde sus buenas intenciones, no son capaces de narrar. Y la mirada del otro. O la mirada de aquel que en los cines del centro necesariamente es el otro. “Yo te entiendo” le dice la víctima de un asalto a quien lo amenaza y asusta. “No me sicologies” contesta el ladrón. ¿Quién es el uno y quién es el otro? ¿Qué tan interpelado nos vemos los buenos burgueses urbanos que creemos comprender al pibe villero que viene a asaltarnos?

La aparición de César González tuvo un fuerte impacto en el ámbito de la poesía. Hoy vuelve a demostrar su talento y su capacidad expresiva en su primer trabajo para el cine. Indudablemente nos encontramos ante una voz imprescindible para comprender aquellas cosas que no solemos mirar.