Diablo

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

El diablo en el cuerpo

Diablo constituye toda una rareza: una película vital y visiblemente imperfecta que es, al mismo tiempo, un antídoto contra la solemnidad y una contundente declaración acerca del carácter del cine como vehículo para la gracia y la imaginación. El año pasado, Nicanor Loreti presentó dos películas en el Festival de Mar del Plata, Diablo y el documental sobre el grupo Hermética La H (que no vi pero me encantaría ver). Pero, además, el inquieto director tuvo también oportunidad de lucirse con la traducción de 10.000 formas de morir, el libro editado por el festival con el que el cineasta Alex Cox despuntaba el vicio de la escritura y daba rienda suelta a su conocimiento y su pasión por el Spaghetti Western.

El trabajo de Loreti para esa ocasión revelaba a un traductor generoso y esmerado, pero también ponía en evidencia una afinidad entre su cine y el de su colega inglés que se manifiesta en más de un sentido. Loreti cultiva un gusto por el rock, por algunos géneros reivindicados con cierto espíritu adolescente que se vuelven de pronto una cosa seria en buenas manos, por la comedia truculenta, los estallidos de violencia, la desmesura como evangelio y la postulación de un fetichismo popular como una de las formas de la resistencia a un mundo cuyo signo más distintivo parece ser el del absurdo absoluto.

Diablo es la historia de un boxeador caído en desgracia al que todos conocen como El inca del Sinaí. Pero en verdad ese no es el asunto de la película sino apenas un fondo del que emerge, a los tumbos, el protagonista. Si el apodo resulta gracioso, las circunstancias en las que tuvo que dejar el boxeo no lo son tanto, aunque guardan un giro que se vuelve tragicómico: el tipo carga con un fantasma, el recuerdo de una muerte accidental arriba del ring que no lo deja en paz pero por la cual todo el mundo lo recuerda y lo felicita cada vez que se lo cruza. En realidad, lo que hace el director es convertir la desazón del personaje en una especie de chiste recurrente menor que atraviesa la trama de comedia policial de la película, dispuesta como una serie de escenas violentas animadas por una orgullosa impronta de clase B.

Diablo desdeña toda verosimilitud para entregarse con un gozo casi desconocido en el cine argentino reciente a las delicias del desempeño brutal de los actores, que atraviesan los planos como bestias de carga enfurecidas bajo el peso de su propio desconcierto. Diablo cree de un modo que resulta conmovedor en el encantamiento que su particular universo de zafarrancho pop produce en el ojo del espectador que la película imagina y reclama para sí: ese territorio donde conviven pasiones populares latentes, Perón y Evita, el boxeo, Riff, V8, Deep Purple, las drogas, la comida, el sexo y un improbable anarquismo que funciona menos como doctrina orgánica que como una confusa pulsión de libertad primigenia. Diablo no desentonaría en un doble programa del mal llamado cine bizarro, junto a algún exponente de película de zombies o de usurpadores de cadáveres, y resulta una inesperada combinación de arrogancia y de amor por el cine.