Cry Macho

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Un cowboy fiel a sus principios

Clint Eastwood retrata el vínculo entre un jinete añoso y un joven díscolo, con armonía formal y sin sobresaltos, así como las buenas películas.

La estampa lo sigue a Clint Eastwood. En cada plano donde interviene lo acompaña una sombra de mito vivo. Camina lento, casi renguea, ¿por la edad o por el accidente del personaje? Mike Milo (Eastwood) fue alguna vez una estrella del rodeo, pero de aquello quedan sólo recortes de prensa, galardones de otra vida. Ahora adiestra caballos. Pero lo cierto es que la herida del jinete esconde todavía otra, más profunda.

La historia tiene lugar en los ’70, el ambiente con el cual, se presume, Eastwood está más a gusto. Un aire de western en retirada asola al film, acorde con las vicisitudes de este género en el cine norteamericano de esos años y, por qué no, también de éstos. Cry Macho es un western, crepuscular y viejo. Casi risueño. Su historia es pequeña, ¿para qué más? La vieja estrella del rodeo, a quien ya nadie recuerda, asume el encargo del jefe (Dwight Yoakam): buscar a su hijo, cruzar la frontera y recuperarlo de las manos de la madre mexicana (Fernanda Urréjola). Como el cowboy añoso guarda cierta gratitud hacia su jefe, persona por demás ambivalente –al respecto y de manera suficiente, ya lo señala la primera secuencia de la película–, se predispone al asunto. “Tengo un trabajo que cumplir”, dirá de allí en más.

Justamente, el trabajo por cumplir es la meta de los personajes eastwoodianos, todo lo demás estorba o será secundario. A la manera de las sirenas que embriagan con sus cantos, suelen ser varias las tentaciones (junto a otras dificultades) que intentarán apartar al héroe de su cometido. Tal vez pueda volver a alguna de ellas –y esta película lo exhibe de manera elocuente con su desenlace–, pero luego de cumplir aquello con lo cual empeñó su palabra. Así como lo hace el “Sully” de Tom Hanks (en la película de mismo nombre), quien sólo desanudará su corbata una vez el trabajo esté cumplido. O el Richard Jewell de Paul Walter Hauser (en El caso de Richard Jewell), confiado en sus convicciones, en haber hecho lo que debía. Todo lo demás es hojarasca, finalmente desparramada por el viento.

Por otro lado y de manera evidente, el “macho” del título articula varias acepciones. Una de ellas por ser el nombre con el cual Rafo (Eduardo Minett), el adolescente díscolo que busca Mike, bautiza a su gallo de riña. A su vez remite a la impresión que el joven tiene sobre la valentía. Más el contrapunto que ofrece el propio Mike, de algún modo también síntesis, labrada en los personajes violentos que tantas veces Eastwood pergeñó. Pero el “macho” esconde una lágrima, la misma que el título asevera y descubrirla vale la pena: acunado en la sombra de una capilla, el ateo Mike apenas llora. Un momento espléndido, que encastra con la obra de un realizador que todavía asombra. Otra vez, Eastwood mira su cine, al que asume y remodela, con la atención puesta en decir siempre más.

El gran escenario, más allá de las locaciones repartidas entre uno y otro lado, es la frontera entre México y Estados Unidos, literal y simbólica. A primera vista, se diría que la violencia y el mal vivir estarían sólo de un lado. Hacia allí, presumiblemente, se dirige Mike. No tardará en dar con la madre de Rafo y sus encantos peligrosos. Tampoco tardará en encontrar a Rafo. Y tampoco tardará en descubrir que tanto madre como padre son dos caras de una misma moneda. Entre medio, con la vida en la calle, está el hijo: mitad “gringo”, mitad mexicano, lleno de golpes en el cuerpo. El vínculo entre éste y el viejo cowboy está por comenzar.

De esta manera, el trabajo que cumplir podría alterarse, ya que los dilemas morales no tardarán en surgir, ¿cómo resolverlo? Tal vez sea éste el gran momento del film, allí cuando el dinosaurio le enseñe a la cría que tendrá que tomar decisiones mientras él asume las suyas. Pero hay otro –sin olvidar aquella lágrima de noche, destinada a convertirse en uno de los grandes momentos de la filmografía de Eastwood–, es el de la mano de la niña sobre la del viejo Mike. La ternura del acto, tan sencillo, desoculta su verdad. El “macho” en cuestión, sea cual sea, no tiene otro sentido más que el de la estupidez. Y en la película está claro quiénes son los estúpidos: matones, bravucones, y ciertos policías.

Además de aludir a la relación dilemática entre México y Estados Unidos –en esta película se atraviesa la frontera de manera tranquila, sin sobresaltos–, la línea fronteriza no deja de ser un trazo que separa, que obliga a pisar de uno u otro lado. Vale tenerlo presente en relación al accionar de Mike, cuyo sesgo “americano” sería indudable: es el cowboy, el héroe, el “macho” de la historia, que sin embargo ya sabe, por viejo y por diablo, que no hay “macho” alguno, sino imbéciles y gente sensata.

Sabe también que hay heridas que no cierran, pero está a tiempo de descubrir que el cariño no desaparece. No casualmente, la mano de la niña. Y las de Marta (Natalia Traven), cuando le enseña a realizar las tortillas que vende en el bar, cuando bailan al compás de Eydie Gormé y el trío Los Panchos. El amor está ahí, esperando. Solo basta cumplir con el trabajo. Se dice que éste sería un cine realizado a la vieja usanza. Nada más actual ni mejor hecho.