Corazón borrado

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Inquisidores hipócritas de la Biblia

Una de las temáticas menos trabajadas por el cine estadounidense es precisamente una de las más urgentes hoy por hoy, la de las instituciones religiosas que ofrecen terapias de reconversión identitaria/ lavaje de cerebro orientadas a “curar” la homosexualidad, toda una industria muy lucrativa y muy extendida dentro de la enorme comunidad de esos loquitos cristianos ignorantes del país del norte que en pleno Siglo XXI siguen relacionando al asunto con una enfermedad vinculada a la violación, el abuso, la promiscuidad, el SIDA y el hilarante fantasma de la “no reproducción humana”. Así como The Miseducation of Cameron Post (2018) fue una versión taciturna de But I'm a Cheerleader (1999), dos obras interesantes sobre el tópico en su vertiente lésbica, Corazón Borrado (Boy Erased, 2018) nos regala un análisis admirable de la homosexualidad masculina que por cierto deja atrás a los opus anteriores porque consigue profundizar en las diferentes coyunturas de la víctima del bombardeo culposo/ bíblico, más allá de su propia traumática experiencia entre los mamarrachescos e intolerantes encargados del campo de concentración camuflado de turno.

La película, segundo film escrito y dirigido por el talentoso Joel Edgerton luego de la genial El Regalo (The Gift, 2015), está basada en las memorias homónimas de 2016 de Garrard Conley, un joven cuyos padres bautistas lo sometieron a una de esas terapias bajo amenaza de echarlo del hogar compartido si se negaba. Ahora el protagonista responde al nombre de Jared Eamons (Lucas Hedges), quien después de algún que otro devaneo adolescente con una noviecita ocasional, Chloe (Madelyn Cline), termina despuntando su homosexualidad durante la universidad, donde se acerca a un estudiante de arte, Xavier (Théodore Pellerin), y es violado por un amigo/ compañero, Henry (Joe Alwyn), un muchacho también con un trasfondo cristiano protestante aunque poseedor de un sentimiento de culpa que canaliza en asaltos sexuales. De hecho, ese Henry temeroso de ser denunciado llama por teléfono a los padres de Jared haciéndose pasar por un “consejero” universitario con el objetivo de exponerlo como gay y garantizar su silencio, lo que deriva en una pelea familiar y el apriete contra el muchacho para que ingrese a Amor en Acción, la empresa/ ministerio en cuestión.

El padre del protagonista, Marshall (Russell Crowe), un exitoso vendedor de automóviles y predicador bautista, es el principal responsable del confinamiento de Jared en la institución en lo que en un primer momento parece ser un tratamiento acelerado de doce días en una suerte de “salvación express” que no incluye dormir en el recinto, por lo que el muchacho y su madre, Nancy (Nicole Kidman), la esposa sumisa de Marshall, se hospedan en un hotel cercano. A medida que transcurre el tiempo queda claro que no hay fecha fija de salida y se hacen evidentes los distintos perfiles allí dentro: por ejemplo, Jon (Xavier Dolan) es un fundamentalista que se niega a todo contacto físico, Gary (Troye Sivan) respeta a rajatabla las actividades y simula aceptar los postulados delirantes de Amor en Acción, y finalmente Cameron (Britton Sear) cuenta con una personalidad muy débil que lo transforma en eje de vejaciones varias por parte del personal del sitio, encabezado por el jefe máximo Victor Sykes (el propio Edgerton) y su mano derecha en el arte de degradar a los homosexuales, Brandon (en los zapatos de Michael Peter Balzary alias Flea, de los Red Hot Chili Peppers).

A diferencia del enfoque kitsch de But I'm a Cheerleader y el indie sensible/ subjetivo de The Miseducation of Cameron Post, Corazón Borrado apuesta mucho más a un drama de denuncia en el sentido clásico remarcando con suma perspicacia que el problema no lo tiene el protagonista sino los personajes reaccionarios e intransigentes que lo circundan, tanto dentro como fuera de la familia. El film de Edgerton pone en primer plano los rasgos centrales de cónclaves de derecha como Amor en Acción, léase la violencia psicológica, el oscurantismo, la estupidez, la humillación, el autoritarismo sin fin, el maltrato físico y la incapacidad de generar un cambio real o siquiera una apariencia duradera del mismo. Como cualquier otra compañía del capitalismo pueril y salvaje contemporáneo, el negocio pasa por adoctrinar a los consumidores dentro de un ideario monotemático y reduccionista con vistas a que no se percaten de la manipulación, en esta oportunidad incluyendo la graciosa paradoja de responsabilizar de todo -en la terapia- a los padres de los internos mientras esos mismos progenitores pagan y pagan fortunas para que los caudillos “curen” a sus vástagos.

Como si se tratase de una simpática rama amateur de la psiquiatría, ese enclave repugnante de la medicina que se aboga el control absoluto en torno a la supuesta “estabilidad mental promedio” del ser humano, las conversiones para gays encaradas desde la burda ortodoxia cristiana están desreguladas en gran parte de los Estados Unidos y hasta se permite la participación de menores, signo innegable del conservadurismo medieval de la nación. Edgerton consigue un desempeño sutil no sólo por parte de Hedges, un actor astuto y muy medido, sino también de la siempre magnífica Kidman y en especial de Crowe, quien no ofrecía una interpretación tan naturalista y despojada desde hacía bastante tiempo. El mayor mérito de Corazón Borrado pasa por la construcción de personajes multifacéticos capaces de crecer y reinventarse bajo diversas circunstancias, lo que asimismo echa luz -en lo que atañe a la temática concreta de fondo- sobre la necesidad de privilegiar la apertura social, la comunicación y la disconformidad más aguerrida en tanto pilares para la lucha contra todos los inquisidores fascistoides e hipócritas de la Biblia que pretenden imponer sus criterios o actitudes al resto de la humanidad, ya sea que hablemos de la orientación sexual, el aborto, el modelo de familia, las parejas en cuestión o los valores principales de las comunidades…