Cold War

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Es una historia de amor en la que ambos amantes se entregan por igual.

“Estuve con la mujer de mi vida”, le dice Wiktor en la cama a su pareja. Y no, no se refiere precisamente a su acompañante de lecho.

Cold War es una historia de amor épico. Y en más de un sentido.

Por las proporciones en que Wiktor y Zula se adoran y se necesitan, y por las circunstancias en que ese quererse tiene lugar.

Es el tiempo de la Guerra fría, como indica el título. Comienza en la Polonia de posguerra, pero irá cambiando y saltando fronteras, límites entre países y de los otros. Wiktor (Tomasz Kot) es un director musical que recorre el interior de Polonia en busca de figuras que puedan participar de un elenco de música de raíces populares. Deben cantar y bailar. Zula (Joanna Kulig, vista en Ida) no cumple con todos los requisitos -ni siquiera es campesina, porque se crió en la ciudad- pero para los ojos de Wiktor su encanto, su atractivo, su fascinación es otro.

Zula es joven en 1949, y Wiktor denota en su rostro que está curtido. Lo que nace entre ellos es un amor visceral, que nada ni nadie externo -ni el régimen comunista- podrá apaciguar ni detener.

¿O sí?

Pawel Pawlikowski tras Ida vuelve a la carga con una historia que desnuda la Polonia profunda, la que no pudo curar las heridas de la guerra, y en la que la división y cierto racismo se mantuvo imperante.

Pawlikowski lo subraya en un único personaje (Kaczmarek, encarnado por Borys Szyc), un ser despreciable y completamente burocrático, y en el que sintetiza lo que sería el mal si se prefiere minimizar la trama como en una película en la que el Bien se enfrenta al Mal.

Filmada en un blanco y negro casi cristalino, Pawlikowski vuelve a ser un maestro en la composición del encuadre. Podrá retratar a campesinos entonando y tocando una canción típica, o a los amantes sentados en un camino, con un árbol al costado. O a Wiktor al piano en un club nocturno parisino en los ’50, a Zula interpretando frente a un micrófono de pie una letra que va adquiriendo apuntes y asociaciones significativos, pero siempre en función de lo que narra.

Tomasz Kot y Joanna Kulig tienen, juntos, eso que traslucen las parejas de verdad. En sus miradas, en su intensidad, en sus idas y vueltas está el extracto de una relación amorosa en la que uno y otro son capaces de dar todo, y más, por el ser amado.