Cenizas del pasado

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

Ensayo acerca de la violencia

Se trata de una película de auténtica independencia, sin fórmulas y teñidas de una violencia que rememora al cine periférico norteamericano. Un gran logro de Jeremy Saulnier.

En estos días de mayo las noticias procedentes del Festival de Cannes informan sobre la exhibición de Green Room, tercer título del neoyorquino Jeremy Saulnier, que narra un violento enfrentamiento entre punks y skinheads en medio de un río de sangre. Dos años atrás, también en el prestigioso evento, Saulnier presentó Cenizas del pasado y obtuvo el importante premio de la crítica especializada, además de otros galardones en reconocidos festivales.
Pero más allá de premiaciones, la economía de recursos invertidos en el presupuesto final, los actores poco conocidos y una trama que puede confundirse con las de otras películas, el verdadero secreto de Cenizas del pasado está en su estilo seco, despojado, invadido por silencios y visceral en sus secuencias violentas que no hacen más que identificar a la puesta en escena, es decir, a cada una de las decisiones de su director para conformar un discurso original y novedoso sobre una temática hartamente representada en cine. En efecto, la trama es corta y eficaz: Dwight (Macon Blair) vive en un casi deshecho Pontiac, recorre la ciudad como un lumpen y busca en la playa algo para sobrevivir a su estado casi de miseria. Pero entre alguna invasión a casa ajena para asearse y el sinsentido que gobierna a sus acciones –no se sabe qué le pasa y ni porqué está en ese estado de abandono–, la policía le informa que los asesinos de sus padres fueron liberados por orden de un juez.
En este punto surgía más de una duda debido a tantos justicieros por mano propia y a los fríos vengadores anónimos que recorrieron el cine de los 70 y 80 mostrando una importante dosis de fascismo urbano al margen de la ley. Saulnier patea el tablero de la obviedad al construir una inesperada imagen de personaje antihéroe, instado por la venganza, pero lejos de la profesionalización y la experiencia en poseer armas y así abocarse a semejante matanza.
La tipología de Dwight es concreta como las pretensiones del film: pocas palabras, movimientos lentos y por momentos inseguros, mirada inquietante, tensión y nerviosismo al conocer a alguien antes de que se desencadene la violencia con afán de venganza. El paisaje, sucio y desértico, marginal y pueblerino, invita a la delectación fotográfica, cuestión que no debería sorprender en un director especialista en el tema. Pero el triunfo principal de Saulnier es que hizo una película auténticamente independiente, al margen del sistema, sin fórmulas y teñida de una violencia que rememora al cine periférico norteamericano de los 50 y 60, aquel también honesto y sincero en sus primitivas intenciones.