Cars 3

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El recambio generacional

Mal que le pese a quien le pese, ya podemos confirmar que la franquicia iniciada con Cars (2006) rankea como una de las más innecesarias del Hollywood reciente, no porque sea mala ni mucho menos sino debido a que los eslabones de la saga en su conjunto son un tanto olvidables por una mediocridad modelo “Pixar controlada por esa máquina de generar secuelas -explícitas e implícitas- conocida como la factoría Disney”. La película original era una simpática fábula bucólica sobre la búsqueda de la belleza en las pequeñas cosas que nos rodean, el primer corolario del 2011 sorprendió a todos con una estructura que remitía a los thrillers de espionaje más disparatados, consiguiendo superar al film previo por mucho, y finalmente los spin-offs Aviones (Planes, 2013) y Aviones 2: Equipo de Rescate (Planes: Fire & Rescue, 2014) funcionaron como relatos súper tradicionales de competencia y heroísmo respectivamente, reforzando la idea de que la saga nunca tuvo un horizonte claro.

Ahora bien, Cars 3 (2017) vuelve a torcer el volante narrativo en consonancia con una estrategia retórica que retoma elementos de la obra del 2006 y en general se vuelca de lleno hacia la parábola de los boxeadores veteranos que comienzan a percibir sus desventajas en los combates con colegas más jóvenes, lo que eventualmente fuerza el retiro y quizás una metamorfosis a “consejero” de esa nueva camada de profesionales. En esta oportunidad Brian Fee, un animador y encargado de storyboards hasta hace poco, reemplaza en la silla del director a John Lasseter, cuyos trabajos en realidad nunca estuvieron a la altura de los de Pete Docter, Andrew Stanton y Brad Bird, sus colegas históricos de Pixar. En cierto sentido se puede decir que el convite que nos ocupa se ubica al mismo nivel que el original porque sale relativamente airoso en su pretensión de reincidir en aquella dialéctica mentor/ discípulo con el objetivo de profundizarla en función del recambio generacional propuesto.

Mientras que antes era Doc Hudson (Paul Newman) el experimentado corredor de carreras que transmitía su saber al bisoño y egoísta Lightning McQueen (Owen Wilson), ahora es éste último quien le pasa la antorcha a Cruz Ramírez (Cristela Alonzo), una especialista en entrenar a vehículos deportivos con el anhelo oculto de convertirse ella misma en una máquina pistera. El correcto pero poco imaginativo guión de Kiel Murray, Bob Peterson y Mike Rich da demasiados rodeos para apuntalar una premisa tan vieja como el cine: un Lightning McQueen ya maduro es opacado cada vez más por una nueva generación de corredores con el presuntuoso Jackson Storm (Armie Hammer) a la cabeza, un diletante de la última tecnología, circunstancia que a su vez se combina con la venta de su equipo competitivo a Sterling (Nathan Fillion), un empresario que quiere forzar su retiro para transformarlo en una marca de productos masivos. McQueen le ofrece en cambio un trato/ apuesta centrada en una próxima carrera en Florida y en el hecho de que si él gana podrá continuar compitiendo en el circuito, pero si pierde abandonará voluntariamente las carreras para siempre. Allí es cuando le asignan a Ramírez para que lo entrene, aunque -por supuesto- lo que ocurrirá es exactamente lo contrario en este drama de “vuelta a las raíces”.

Si bien la película es bastante lerda, termina ganando el cariño del espectador por un detalle imprevisto que de a poco va tomando un protagonismo inusitado en una obra mainstream de este tipo: hablamos de una nostalgia vinculada a la tristeza y al observarse extraviado, todos sentimientos que se asoman en Cars 3 a medida que la competencia entre veteranos y novatos va dejando su lugar al fantasma cada vez más grande del personaje de Newman, esa pieza faltante en la vida de Lightning McQueen y a quien el protagonista más extraña en un tiempo en el que se debate entre el esfuerzo desmedido para superar a los corredores jóvenes y una jubilación que siente muy prematura y que lo condena a no saber bien cómo reaccionar. Esta es la faceta más interesante del opus de Fee, ya que por un lado nos acerca a las luchas en pos del devenir pasional y por el otro nos aleja del patético “clink, caja” del capitalismo deportivo, gracias a la obsesión de McQueen con seguir compitiendo y dedicarse a un entrenamiento old school bajo la sombra de su mentor Hudson (Newman, fallecido en 2008, aparece vía flashbacks y descartes vocales de la primera propuesta). El film es respetuoso para con su propia idiosincrasia y se las arregla para poner de manifiesto que la docencia tardía puede ser tan movilizadora como la práctica profesional clásica…