Camino a La Paz

Crítica de Gustavo Castagna - Tiempo Argentino

Cuando se hace camino al andar

La película, dirigida por Franciso Varone construye un viaje sin demasiado vuelo poético que se aferra demasiado al guión. Sin embargo, logra una gran empatía con el espectador.

Suerte de road movie minimalista y de viaje de reiniciación de un personaje y de características crepusculares para el otro, la opera prima de Francisco Varone se suma a una tendencia del cine argentino iniciada hace casi dos décadas a través de las películas de Carlos Sorín. Dicha referencia, desde donde pueden encontrarse títulos como Historias mínimas y El perro, tendría más adelante en Las acacias de Pablo Giorgelli otro marcado ejemplo. Aun con ecos y reflejos de los films citados, la travesía de Camino a La Paz apunta hacia zonas menos transitadas en las road movies vernáculas. En efecto, la pareja central trasluce desde el contraste de las características del remisero Sebastián (Rodrigo de la Serna) y el viejo Jalil (Ernesto Suárez), quien profesa la religión árabe profundizando sus aspectos ortodoxos. La situación principal se establece a los veinte minutos: el viaje que ambos deben emprender a Bolivia donde se produciría el reencuentro de Jalil y su hermano. Además de Sorín y Giorgelli como citas e invocaciones a la trama central, Camino a La Paz, en cuanto al reencuentro de dos parientes cercanos, referiría a Una historia sencilla de David Lynch, acaso la zona menos oscura de la filmografía de un gran director. Esa empatía entre Sebastián y Jalil, al principio entre enojos y cierto desinterés del primero al otro, obviamente, se irá fortificando a medida que disminuyan los 3000 kilómetros de distancia.
En ese punto, la película ingresa en su etapa crítica al construir un discurso sin demasiado vuelo poético, aferrándose a aquello que sólo pide el guión y a los eventuales y pequeños acontecimientos que viven los viajeros. Desde allí la película fluctúa entre un tono amable y empático hacia el espectador que aun atenúan los momentos de tensión que padece la pareja, por ejemplo, a través de un robo o al instante en que el Peugeot 505, también protagonista, dice basta. Esos reparos que pueden encontrarse en algunas zonas del film, de acuerdo al registro placentero que elige el director, que serán bienvenidos o no por el público, descansa con autosuficiencia en la química actoral que se establece en la pareja protagónica. La mirada primero crítica y luego comprensible de de la Serna, metido en la piel del oscilante e inestable Sebastián, actúa a favor del registro dramático que gobierna casi todo el desarrollo de Camino a La Paz. El contrapunto, en tanto, funciona a la perfección desde la minuciosa e introspectiva actuación de Ernesto Suárez, un hombre de las tablas que recién debuta en cine en este viaje hacia la paz interior de dos personajes marcadamente opuestos.