Café Society

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

La política de los actores

Hollywood, los años treinta, las estrellas, el glamour, la luz dorada, las grandes mansiones, el sueño americano. El joven Bobby llama a la puerta de su tío, un influyente agente de Hollywood en la cima de la efervescencia, para pedirle trabajo y al mismo tiempo escapar de su destino en Nueva York. A partir de esta premisa, el guion imagina, sin mucha convicción, un triángulo amoroso entre Bobby, el tío y su secretaria. Los malentendidos sentimentales en un ambiente de trabajo recuerdan a la típica comedia screwball de esa época. Café Society pretende invocar las emociones de aquel cine con un diseño ampuloso, bellos vestidos y pequeñas melodías de jazz, pero solo consigue un producto tan brillante como insípido. El contexto de la película parece anecdótico, la historia se reduce a lugares comunes predecibles y a un largo desfile de nombres (desde Ginger Rogers a Howard Hawks, pasando por Valentino, Gary Cooper o Judy Garland) pronunciados para darle credibilidad al personaje que interpreta Steve Carell.

Los grandes cineastas encuentran el personaje en el actor, en lugar de imponerlo desde el exterior. Aunque la película los nombre como Bobby y Vonnie, vemos en la pantalla a Jesse Eisenberg y a Kristen Stewart, así como es imposible no ver en Bobby un alter ego de Allen. En Café Society, los actores lucen prisioneros de un guion típico del director, que muestra poco interés por los que no son Bobby/Woody. Eisenberg logra imitar algunos gestos de Allen y al mismo tiempo apropiarse del personaje: sus tics personales funcionan como una suerte de melancolía introspectiva por su fracaso en el amor. En cambio, la natural presencia cinematográfica de Kristen Stewart fluye mientras debe ocultar su dilema, pero cuando decide casarse con su jefe, la elección sentimental parece forzada desde el guion. La escritura de Allen es cada vez más perezosa: Vonnie era un personaje mucho más interesante que el que actúa Stewart. Peor aún, el narrador (el propio Allen) la describe como una mujer sin complicaciones, mientras que los sentimientos de Stewart parecen bastante difíciles de desentrañar.

El director utiliza el cine clásico como una forma de recordar cierta frescura propia. Los actores contemporáneos recrean aquel imaginario pero nunca se convierten en verdaderos personajes. La fotogenia se pierde en un vestuario recargado. La notable paleta plástica de Vittorio Storarole aporta elegancia a una película mecánica, encorsetada y sin sorpresas, que solo respira en los encuentros, los paseos y las conversaciones entre Jesse Eisenberg y Kristen Stewart.